Como ya he comentado en alguna ocasión anterior, no soy una gourmet. Pertenezco a ese grupo raro de gente que no disfruta comiendo. No es que me disguste, simplemente, no considero un placer comer. Excepto por el queso, el dulce y alguna cosa suelta más, comer me parece un trámite de subsistencia.
Pese a todo esto, me he encontrado destinos donde la comida era una delicia (por lo general, en el Mediterráneo) y otras, en las que no lo recuerdo como algo especial (EE.UU., Países Bajos, excepto por aquella delicia de tortilla en Delft, o Berlín).
¿Os parece si hacemos un recorrido por aquellos lugares en los que la gastronomía sí se disfruta y se recuerda? Por si hay algún lector/ gourmet que decide lanzarse a probar otros platos (o a repetirlos).
El primer sitio al que vuelvo es Marrakech. Por aquel entonces, como ya trabajaba, podía salir a cenar fuera de vez en cuando y ya había probado la comida árabe. Cous cous, tajine, harira… y baklava. El viaje a Marruecos, en todos los aspectos, fue una maravilla.
Una ciudad organizada de manera totalmente distinta a Europa, el calor de la gente, los olores de las especias en los zocos, la llamada al rezo, el caos absoluto… y su comida. Da igual donde fuésemos, nos iba a gustar. Desde la terraza del café Argana, hasta cualquier puesto en Jemaa el Fna, pasando por los restaurantes de la ciudad nueva, fuera de la medina.
Las vistas que se tienen desde el café Argana producen asombro, ver como todo fluye y tienes un asiento en primera fila. Incluso la magia ocurrió: de repente, empezó a llover, y todos los que estaban en la plaza corrieron a refugiarse debajo de las sombrillas.

Por la noche, el ambiente en Jemaa el Fna es totalmente distinto. Decenas de puestos con cocinas improvisadas quedan montados y organizados en cuestión de minutos. Mesas grandes, de las de bancos corridos, en la que comes al lado de absolutos desconocidos. ¿Y qué? Se trata de pasarlo bien y de conocer y, de esta manera, se hace. Recuerdo unos platos deliciosos (y muy baratos), y, como consejo, lo mejor es dejar de lado “los ascos occidentales” porque si no, Marruecos no es tu lugar.
¿Y qué me decís de Portugal? Las veces que he visitado Lisboa y Oporto sólo quería comer sardinas asadas y bacalao. Sardinas a la brasa, con un poco de lechuga y tomate que sabe a tomate. Suena bien y sabe mejor. ¿Y el bacalao? Pues delicioso, da igual de qué manera esté preparado.
Me gustaría mencionar una pequeña tasca familiar en Lisboa, en alguna callejuela perdida por la zona del Museo del Azulejo. Para los que no conocéis esta ciudad, el Museo es una maravilla, aunque está bastante apartado de todo. Mientras que caracoleábamos por las calles mapa en mano, se hizo la hora de comer y nos llegó un olorcillo de pescado a la parrilla. Seguimos nuestro instinto hasta esta tasquilla. Encontramos una parrilla en la puerta, en la que preparaban pescados. Los camareros, que se notaba que eran familia entre sí, no sabían nada de español, al contrario que en otros locales más céntricos, pero nos trataron de lujo y, el resto de comensales eran obreros de la construcción en su descanso para comer. Cuando nos trajeron la cuenta, pensábamos que era una broma. ¿Tan poco por tanto?
No recuerdo el nombre del lugar ni la calle en la que estaba, aunque, sinceramente, dudo que siga abierto, ya que esto ocurrió en agosto de 2008…

La siguiente vez que fui a Lisboa, en marzo de 2018, Noe llevaba una recomendación: un restaurante que sólo cocinaba bacalao. Y, además, daba la casualidad de que nos quedaba cerca del hotel, por lo que no había duda, íbamos. No recuerdo si reservamos el mismo día o nos presentamos sin reserva (sí, esas circunstancias existían), el caso es que no hubo que esperar, nos sentamos y nos trajeron la carta. Y llegó el problema: ¿qué pedimos? Bacalao a bras, con natas, confitado, a la brasa, en carpaccio…. Nos vimos sobrepasadas por tanta información, todo muy apetecible. Al final, yo me decanté por el bacalao con natas y fue una sabia elección, si bien cualquier opción hubiese sido un acierto.
Y no sólo en Lisboa se come bien, en agosto de 2022, en los días que pasamos en Oporto, queríamos huir del centro turístico de precios desmesurados y clientela del norte de Europa. Como siempre, llevaba mi ejemplar de Lonely Planet y, como siempre que sigo sus recomendaciones en lo que se refiere a hostelería, aciertan. En una zona perdida, lejos de la masificación, sugerían una casa de comidas regentada por una madre y sus dos hijas. Un sitio muy pequeño, donde sólo cocinan dos platos. Nos tocó la lotería. Aunque ya lo habíamos comido alguna vez más, el bacalao a bras llevaba nuestro nombre y, cuando terminamos de comer, lo confirmamos: estaba delicioso.

Por cierto, prohibido ir a Portugal y no comer los pasteles de nata.
Y desde el Sur de Europa, volamos hasta Vietnam. La cocina vietnamita es una de las más apreciadas. No hace falta ir a restaurantes de lujo, es raro que cualquier pequeño local o, incluso, los puestos que inundan las callejuelas del Barrio Antiguo de Hanoi no se encuentre comida de calidad.
Si tuviera que elegir uno sería aquel en el que comí en una de mis noches en la capital. Di con él siguiendo las recomendaciones de la guía y, pese a ir sola, quise sentarme en la terraza, y me dejaron hacerlo. Sentada al lado de la barandilla, ver la vida pasar, mientras que tomaba una sopa pho y bebía una Halida, la cerveza local.
Estaba asumiendo todo lo que había vivido y visto en las dos horas previas, desde que había salido del hotel y, al mismo tiempo, por todo lo que me estaba esperando. No era mi primera vez en Asia, aunque sí la primera vez sola, ya que todo el recorrido de Sri Lanka fue guiado y no teníamos tiempo solos, por lo que, moverme por toda esa madeja de calles, buscar algún sitio para comer, hacerme entender y sentarme con mis pensamientos fue todo un reto. Ver todo el caos de una pequeña intersección de caminos desde la barrera, con unas vistas privilegiadas.

Tengo que confesar que en los sitios en los que comí en esta ciudad fueron todo un acierto, lo mismo que en Hue, Hoi An y Saigón, sin embargo, el que mejor recuerdo es ese primer piso en Hanoi. Si la comida no entraba en el programa y era por libre, siempre iba a buscar alguna recomendación de la guía. Lo que sí tengo que confesar es que, pese a que se trata de una gastronomía deliciosa, resulta repetitiva. Nada es perfecto…
Volviendo a Europa, aterrizamos en París. Sé que es una obviedad, pero es que en Francia se come muy bien. El paraíso de los amantes del queso. ¿Os imagináis una cena con varios tipos de queso y un buen vino? Se me hace la boca agua.
De mi última visita a esta ciudad en agosto de 2013 no tengo ninguna reseña que aportar, en la que hice en septiembre de 2009, sí. Por aquel entonces todavía no era fan de Lonely Planet, sino de una editorial de guías más visuales que, para los que tenemos problemas para leer los mapas, eran bastante prácticas. Los restaurantes sugeridos eran de un nivel adquisitivo que yo no me podía permitir añadido a un nivel de vida superior al español. Antes de volar, queríamos reservar para una cena un poco más especial y, en este caso, la página de Turismo de París fue de gran ayuda. Con una inmensidad de propuestas clasificadas en distintas categorías y ordenadas por precio era más fácil encontrar alguna que nos cuadrase. Elegimos la casa regional de Auvernia, una de las regiones gastronómicas francesas por excelencia. Allí, pedimos su especialidad, el aligot, acompañado de salchicha.

El aligot es un plato típico del macizo de Aubrac, similar al puré de patatas y al que se le añade queso, teniendo un aspecto espeso. El origen de este plato se remonta a la Edad Media, cuando tanto los peregrinos que se dirigían a Santiago de Compostela como gran parte de la población de la época, acudían a los monasterios para pedir comida. Los monjes idearon esta receta tan contundente y calórica y que se sigue preparando tantos siglos después.
Después de esta cena en la que estuvimos a punto de reventar, no nos podíamos ir sin tomar el postre y ¡sorpresa! en Francia el queso se toma de postre. Una pequeña tabla con un variado para hacer las delicias de cualquier cheese lover.
Y, desde París, subimos a Escocia. Sinceramente, las expectativas gastronómicas que llevaba antes de iniciar este viaje se limitaban a sándwich, hamburguesa, pasta, ensaladas y fish and chips y la realidad fue totalmente diferente. Puedo asegurar que es uno de los mejores sitios en los que he comido. Vale que cayeron unas croquetas de macarrones y una hamburguesa de palitos de merluza congelados de los que todavía nos reímos, pero también nos encontramos con pasteles de carne casero, un guiso de carrillera o una tabla de quesos del país, entre otras.
Si tuviera que elegir un sitio sería aquella cafetería al borde de una carretera comarcal en algún punto entre el castillo de Eilean Donan y Plockton. Queríamos llegar a este pueblo para comer, sin embargo, viendo cómo era la carretera, no nos podíamos fiar, como de tampoco de lo que íbamos a encontrar. Según nuestra experiencia, estos sitios tan apartados suelen tener comida bastante cara porque no hay mucho donde elegir y porque los costes de transporte son bastante elevados.
Así que, yendo en el coche, lo vi y grité “¡ahí!”. Como no podíamos parar y dar la vuelta, tuvimos que continuar y hacer la pirula unos cuantos metros más adelante, mientras que Javi refunfuñaba por lo que estaba haciendo y porque me creía que la carretera era nuestra. Conseguimos llegar y nos encontramos con una cafetería restaurante gestionada por un grupo de mujeres de la zona. La carta no era demasiado extensa pero suficiente y, viendo lo que tenían y lo que había pedido las otras mesas, se nos iban los ojos.

Terminamos pidiendo pastel de salmón y pastel de carne. Todo casero y riquísimo, además de tener unos precios bastante ajustados. Cuando terminamos, no sólo nos llevamos el buen sabor de boca por lo comido, sino también por haber tenido la inmensa suerte de haber encontrado un lugar así y derribar muchos de los prejuicios que llevaba en la maleta. Espero volver al Reino Unido y comprobar que la gastronomía ha mejorado.
Pese a todo lo que acabo de relatar, si hay una comida que recuerde con especial cariño, son las sopas de sobre en Islandia. ¿Sopa de sobre? Tal cual. Imaginaos a mediados de noviembre en este país, con temperaturas que alcanzan los grados positivos por muy poco, saliendo a las visitas con nieve, lluvia y muchas capas de ropa. Cuando volvíamos a la furgoneta, Patricia, nuestra guía, nos ofrecía termos con sopa de sobre que había preparado por la mañana. Lo bien que sentaba es fácil de suponer.
No quiero terminar sin hablar de lo que me he ido encontrando en mis viajes por España. Las vieiras en Gijón, el paté con chocolate en Santander, fritura de pescado en la Isleta del Moro (Almería), la tortilla de patatas de La Troya (Trujillo, Cáceres), el caldero de Cabo de Palos, las migas de Bubión (Granada), las tapas de concurso en Burgos… vamos, para empezar y no acabar.

Este post me ha abierto el hambre y las ganas de hacer un recorrido por los bares (que no restaurantes) que más me han gustado.
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