Ya había estado otras dos veces en Oporto. La primera, tenía unos 15 años y apenas tengo recuerdos. La segunda, fue en febrero de 2010, una escapada con días de vacaciones pendientes del año anterior. No era el destino más deseado, pero cumplía con muchos requisitos: cercanía, clima benigno para ser invierno y volaba una compañía de bajo coste directamente desde Madrid. En aquella época, Oporto era una gran desconocida y la gente se quedaba extrañada diciendo “¡pero si ya conoces Lisboa!”. La última, este mismo verano.
He encontrado grandes diferencias entre la anterior vez y ésta. Por ejemplo, reservar alojamiento ha sido mucho más fácil y rápido por la increíble oferta que hay. La anterior, encontrar información turística o una guía de esta ciudad era casi imposible. Me ayudé del foro de Los Viajeros (que nunca falla) y tuve que comprar una guía de todo Portugal, de la que sólo me valía un capítulo. En cierto modo, la anterior vez me gustó más porque me pareció más auténtica, más ciudad, no un escaparate para Instagram. Había muchos sitios donde comer, a precios portugueses, y nos pudimos dar algún que otro capricho, como desayunar en el Café Majestic. Además, casi no había turistas: sin colas, sin gentío, con fotos en las que sales tú.

Sin embargo, en la última visita, comprobé algo horrorizada que no me gusta cómo le ha sentado el filtro Instagram. Vale, puede que la oferta de hostelería sea mayor, pero los precios no tienen nada que envidiar a los de Madrid (y todos sabemos que el nivel de vida portugués está lejos de ser el español); gente en todas partes a todas horas, es imposible llegar a un sitio y sentarte, a no ser que seas británico/ alemán/ francés y las 19:30 horas sea una hora adecuada para cenar en vacaciones.
Pero soy una persona positiva por naturaleza así que decidí cambiar el chip y utilizar el mismo truco que me sirvió en Edimburgo: mirar hacia arriba. Si evitaba quedarme con la planta calle, evitaba ver riadas de gente, tiendas de souvenirs calcados o cafeterías cuquis e indistinguibles entre sí, de esa manera, me fijaba en los edificios, en los azulejos, en los balcones y en los detalles. De esa manera, volvía a conectar con Oporto, a sentir esa decadencia que tiene y que, por muchas fotos retocadas que se cuelguen en redes sociales, no llega a perder. Oporto nos ofrecía saudade.

Nuestro hotel estaba en el barrio de Bonfim, a 30 minutos andando del centro. El primer día, para estirar las piernas y aprovechar el buen tiempo, nos recorrimos la ciudad andando hasta los Jardines del Palacio de Cristal. No puedo decir que sea un remanso de paz, pero las vistas del Duero mientras que los últimos rayos de sol te acarician son una maravilla. La vuelta la hicimos por Miragaia y me quedé con ganas de más. Así es el Oporto que yo recordaba: ropa tendida, casas que parece que están a punto de colapsar, bares de barrio y sin encanto, casi ningún turista. La ciudad auténtica. Y, aunque perdernos por la zona estaba en el planning inicial, este pequeño aperitivo nos dejó la miel en los labios.
Seguimos andando y llegamos a Ribeira, el barrio histórico, con un entramado de calles que se han ganado el título de Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Casi nada. La parte mala es que es el Norte magnético de todo el turismo. Decidimos ir a cenar. A las 20:20 estábamos haciendo cola para un restaurante y éramos los primeros de la lista. No parecía que fuese a tardar mucho porque los del primer turno estarían terminando. Nosotros seguimos esperando y el tiempo sigue pasando y allí no se levanta nadie. Pero no pasa nada: somos los primeros. Hasta que, 30 minutos más tarde, sale la encargada diciendo que ya no se acepta a quien no tenga reserva ya que se están quedando sin comida. ¡¿Qué?!

No son ni las 9 de la noche, en pleno centro de Oporto, en agosto, me dices que no hay comida y que te da igual que haya estado esperando la media hora que tú me has indicado. De nada nos sirvió quejarnos, ése no era su problema. Por suerte, fuimos rápidos y terminamos en una pizzería que, un rato más tarde no tenía ninguna mesa libre. Ver para creer. Ése no es el Oporto que yo recordaba.
Al día siguiente, nos sacamos la tarjeta Andante de metro y no dispusimos a recorrer la ciudad. La Sé y su torre, el laberinto de calles hasta el Duero, el puente Dom Luis I, la iglesia de San Francisco, totalmente esquinada pero, si sólo puedes ver una iglesia en esta ciudad, que sea la de San Francisco. La plaza de Ribeira y el Palacio de la Bolsa, al que no llegamos a entrar porque la cola era espeluznante. Para la hora de la comida, fuimos precavidos y reservamos una mesa con media hora de antelación para asegurárnosla, y menos mal… Y, mientras tanto, por la rúa das Flores disfrutando del street art.
Por la tarde, contrapunto en la zona de Aliados, que estaba de obras. El Ayuntamiento, la torre de los Clérigos, tiendas con cartelería que nos traslada a otras épocas, la estación de trenes más bonita que te puedas imaginar (la de São Bento), las colas imposibles para la librería Lello… y, una vez, más terminamos en la zona alta de Miragaia. ¡Ése sí que es mi Norte magnético!

Sobre la librería Lello: no llegamos a entrar. Y, aunque compres las entradas por anticipado, te espera una cola de unas dos horas. Desde mi punto de vista, la librería es preciosa pero no merece la pena la espera. También es verdad que yo la visité en 2010 y, aunque ya había gente y en mis fotografías salen desconocidos, ni es ni la mitad de lo que se ha convertido. Una pena. Sed vosotros quiénes valoréis si os merece la pena esperar todo ese tiempo para ver un comercio con un encanto brutal o si preferís dedicárselo a otra cosa. Oporto es mucho más que una tienda.
Este último viaje me ha servido para descubrir aspectos de la ciudad que no conocí la primera vez, como la cantidad de zonas verdes que hay (todavía recuerdo el Jardim das Virtudes, un parque semi escondido, lejos del bullicio y frecuentado por locales, en el que me eché la siesta tumbada en el césped porque estaba muy mullido y que, si encuentras la salida secreta, vas a dar a uno de los miradores con más encanto de la ciudad) y más miradores de los que recordaba.

Cruzamos el Duero hasta Vila Nova de Gaia que, aunque se puede llegar en metro, es una ciudad distinta. Esta zona también ha cambiado hasta el punto de ser irreconocible. ¿Para mejor? Depende del cristal con qué se mire y de a quién preguntes.
En 2010, sólo se cruzaba para ver la ciudad o hacer una cata de vino en las bodegas. Hoy en día, te encuentras más gente por metro cuadrado que en la Gran Vía en Navidad. Es imposible encontrar sitio en el Jardim do Morro para ver atardecer (¡y eso que es el mismo que en otros lugares!), andas esquivando gente, niños, puestos de artesanía, músicos callejeros y terrazas. Nosotros conseguimos mesa in extremis en un restaurante del fondo, después de esperar un rato en la calle, y no es una cena que recordemos con cariño. Lo que sí recordamos de esta manera es cruzar el puente Dom Luis I, ver la ciudad iluminada, ver el sol poniéndose a lo lejos y, sobre todo, la imagen del Cais da Ribera de frente.

Como también recordamos la última noche, en la que decidimos seguir nuestro instinto y perdernos por las calles y, en cuanto nos llegó un olor de pescado a la parrilla, convertirnos en sabuesos hasta llegar al origen: un pequeño restaurante con el inmenso encanto de no tener encanto, con una parrilla y una materia prima de primera y que, además, nos llevamos la recomendación del camarero del bar de copas de enfrente donde nos trataron como en casa y nos aconsejaron muy bien. Ése es el Oporto que a mí me gusta.
También recorrimos la zona de Bolhao. Sabía que el otro Norte magnético de la ciudad es la capilla de las Almas. La anterior vez la visité y me pareció la quintaesencia del azulejo y, sinceramente, creo que merece la pena desplazarse. Eso sí, hacer una foto a solas es imposible, igual que intentar pararse a disfrutarla. Los alrededores parecen Cortylandia y recuerdo a un matrimonio mayor de portuenses que se reían por lo bajinis con incredulidad de la gente que hacía cola para entrar. Una manera de alucinar con los cambios (para ellos, a mal) de la ciudad. Bajando por la Rúa de Santa Caterina, se llega a la tienda de comestibles más bonita del mundo y a la barroca Iglesia de Santo Ildefonso. Después, nos salimos de las rutas más convencionales para perdernos, esta vez, de manera literal) por el barrio y fotografié carteles de tiendas que son una maravilla. No voy a decir la ubicación, tenéis que buscarlos.

Por último, nos apuntamos a hacer el crucero por los puentes de Duero. Hay muchas empresas que lo hacen y, prácticamente, sale uno tras otro. Navegar por el río, ver los puentes y llegar a lugares más alejados es una experiencia y pudimos alcanzar la desembocadura en el Atlántico. Desde que visité Lisboa y Oporto hace ya varios años pienso lo mismo: están enfadadas con el mar. Si habéis estado, ¿opináis lo mismo?
Antes de salir para Aveiro, hicimos una parada en el cementerio de Agramonte, creado en 1855 para enterrar a las víctimas de una epidemia de cólera y que, hoy en día, con sus mausoleos y monumentos se ha convertido en uno de los más bonitos.
Al salir, Aveiro y sus playas nos estaban esperando.
¿Y con todo lo que acabo de contaros qué quiero decir? Pues que Oporto es una ciudad pequeña y cómoda, que permite ver lo principal en dos días. Que vale la pena el viaje, pero por la ciudad, no porque lo diga Instagram. Y, sobre todo, que Oporto es mucho más que las terrazas que se ocultan bajo el mar de sombrillas en la Praça da Ribeira (¡horror!) y los bares y restaurantes en pleno centro. Como he aconsejado en otros posts, perderos por las calles, doblad el mapa, no sigáis a las masas, porque es de esa manera como se conoce una ciudad, pero la ciudad de verdad, donde están los locales y hay menos turistas.


