Delft y la tortilla

Imaginaos que vais un par de semanas a conocer los Países Bajos. A la hora de las comidas, cuando estás en Ámsterdam, los primeros días, los llevas. ¿Qué te apetece? ¿Pizza? ¿Hamburguesa? ¿O quizás comida nepalí?

La importancia del buen comer

Después, empiezas el recorrido por las distintas ciudades y, por probar gastronomía local, compras arenques ahumados. Spoiler: no están buenos. Algunas de los restaurantes exóticos que hay en Ámsterdam, no abundan en cuidades más pequeñas, por lo que se termina reduciendo a comida china, hamburguesa o pizza. Y ya. Sobre todo si tenemos en cuenta que viajaba con un presupuesto reducido, por lo que la cena la comprábamos en un súper. Gracias a las ensaladas preparadas, no tenía que cenar lo mismo que había comido.

Los primeros días, no te importa. Los días de en medio, se te empieza a hacer bola. En los últimos, cambiarías cualquiera de tus pertenencias por un plato de lentejas. Literalmente hablando.

Vista de Delft

Haciendo un pequeño inciso, cuando Marisol viajó a Nueva Zelanda, recorrió las antípodas durante unas 3 ó 4 semanas y, en Christchurch, parada final de su periplo, fue a comer sin ningún tipo de dudas al restaurante español que hay en esta ciudad. Pagó a precio de sangre de unicornio unas lentejas y un pollo al chilindrón, pero ¡estaba harta de pizza, perritos calientes y hamburguesas!

Volviendo a los Países Bajos, recorrimos Ámsterdam, los pueblos de Zuyden Zee, Alkmaar y Zaanse Schans, Haarlem, Leiden, La Haya, Gouda, Etrecht y Delft. Durante todos esos días aguanté estoicamente con la comida, aunque soñaba con una tortilla de patatas. El destino me ofreció un aperitivo en forma de sopa de tomate en Alkmaar y me resarció al llegar a Delft.

Visita a Delft

La ciudad de Delft está en el centro del país, en ella viven poco más de 100.000 habitantes y es muy conocida por su centro histórico surcado por canales y por la cerámica (Delftware), además, es la cuna del pintor Johannes Vermeer.

… y no sólo la cuna

Cuando nos bajamos del tren, ya estaba jarreando. La visita resultó bastante incómoda. Agua, frío, paraguas, esto hizo que tuviésemos que dejar de lado alguno de los puntos turísticos como el jardín botánico o el paseo por los canales.

Al final, nuestra visita se redujo a la plaza principal donde está el ayuntamiento, pasear por las calles y puentes, la Oude Kerk, fundada en 1246 y donde está enterrado Vermeer, y la Nieuwe Kerk, cuyos trabajos de edificación comenzaron en 1396, y con una torre de 108 metros de altura y desde la que se obtienen unas vistas de la ciudad preciosas, aunque seguro que, con buen tiempo, se disfrutan más. Teníamos pensado visitar también el Museo Vermeer, pero como indicaban claramente que no tienen ningún original, sino que son todo reproducciones, decidimos no hacerlo. La escasa obra conocida de este pintor (entre 33 y 35 cuadros) está esparcida por museos de todo el mundo.

Bajamos de la torre, descartamos el museo, es pronto por la mañana, llueve con más fuerza y hace frío. Solución: meternos en alguna cafetería a tomar algo caliente y a esperar que arrecie. En este momento, los buenos deseos no se materializaron, así que el té se alargó un poco más de la cuenta, de hecho, hasta que fue la hora (neerlandesa) de comer. ¡Y si hay que comer, se come!

Pero antes de comer…

La mejor tortilla del mundo

La carta de la cafetería ofrecía, además, algunos platos sencillos y, entre ellos, los ojos se me van detrás de una tortilla. Era simple, a la francesa, de tres huevos y nada más. La pedí sin ningún tipo de dudas. Cuando me la trajeron, casi no me lo podía creer: no iba a comer comida asiática, ni hamburguesa. ¡Gracias, vida!

En aquel momento, me supo a gloria, creo que es una de las comidas que mejor me han sentado y, como queda claro en este artículo, una de las que mejor me ha sabido.

No recuerdo qué hicimos al salir de la cafetería, qué visitamos después o si cogimos el tren para ir a conocer alguna otra ciudad, pero lo que sí recuerdo es que mi estómago estaba feliz.

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