Mi primer viaje a Ámsterdam

No había terminado la carrera y ya tenía claro que quería viajar. Como contaba hace ya varios meses, soñaba despierta en mis veranos interminables en Ribadeo recorriendo otras ciudades europeas, la Gran Muralla, visitando la sabana o las ruinas aztecas. De esta manera, cuando en el verano de 2005 me surgieron unas prácticas, no lo dudé en absoluto. Estuve los meses de julio, agosto y septiembre trabajando en una sucursal bancaria, ahorrando todo lo que me pagaban (o, mejor dicho, intentándolo) para poderme ir al año siguiente. Con los estudios terminados y dispuesta a disfrutar de mi último gran verano, tenía muy claro que debía incluir un viaje.

Cuando llegó el momento, hablé con mis amigos y sus respuestas me dejaron totalmente desmotivada: sólo uno, que ya trabajaba, me dijo que sí; los demás se quedaron en un “vale, me vas diciendo”. Las que habían sido mis compañeras de carrera eran del género seta, por lo que no podía contar con ellas. Otra amiga que tenía estaba ennoviada y no se planteaba hacer algo sin su novio.

Así que me centré en el que ya trabajaba, llamémosle J. Como prácticamente no había viajado, cualquier destino me parecía bien y, por algún motivo que ya no recuerdo, elegimos Ámsterdam. Se lo comunicamos al resto de gente que parecía estar abierta a venirse y, menos mal que no les esperamos para comprar el billete porque si no, seguiríamos aguardando su respuesta. Como me imagino que ya sabéis, hay a gente a la que le cuesta mucho decir que no, y se queda en la indefinición eterna. En fin…

Ámsterdam, aquí estamos

J. y yo compramos los billetes y reservamos una habitación en el hotel más barato que nos salió en Booking, más tarde comprobamos por qué era tan barato. En cualquier caso, es lo que tienen los presupuestos bajos, tienes que renunciar a muchas cosas. Con esto, ya casi me había comido uno de los sueldos mensuales de mis prácticas bancarias, pero no pasaba nada, estaba comprobando por mí misma que el dinero invertido en viajes no duele tanto.

Como nadie más se apuntó a venir con nosotros, comenzamos a preparar la visita. Por aquel entonces ya existían guías en papel y, como no podía gastar más, la web de turismo del país me facilitó toda la información que necesitaba, aunque descubrí que, por desgracia, no suelen ser suficientes, y viene bien otro tipo de apoyos. Planeamos unos días de turismo cultural: el Museo Van Gogh, el Rijksmuseum, la casa natal de Rembrandt, la casa de Anna Frank, paseo por los canales, el canallismo del Barrio Rojo… Y menos mal que iba informada sobre lo que iba a ver.

Llegó el momento en el que sólo nos quedaba hacer las maletas e irnos. Un presupuesto bajo requiere renuncias a comer fuera, así que pedí a J. que nos llevásemos embutido envasado al vacío en la maleta y accedió sin ningún tipo de problema. Los días que estuvimos allí, comprábamos pan y nos hacíamos un bocadillo tanto para comer como para cenar, excepto uno de los días, que nos dimos el capricho de ir al McDonalds y corroborar las palabras de Vincent cuando dice que sirven cerveza. Además, éramos jóvenes, y teníamos que salir por la noche, que no todo iban a ser museos.

Este pequeño patio era privado y pertenecía a un convento. ¿Encontré la paz?

Cuando llegamos allí, todo se empezó a torcer y descubrí el verdadero yo de J.: la persona más indecisa del mundo, que se toma su tiempo para absolutamente todo, sin importar que alguien le esté esperando y el comportarse con un niño pequeño con pis.

Por las mañanas, cuando se duchaba, tardaba más de una hora. Una vez le tuve que tocar en la puerta para preguntarle si todo iba bien. El tiempo pasaba y nosotros aún no habíamos salido de la habitación. Teniendo en cuenta, además, que tenía que vestirse y preparar la mochila. Hay gente que no sabe lo que es darse prisa.

Nos encontramos con que los baños eran de pago. Para mí, la solución era fácil: ir en los museos, donde sí eran gratis. Sin embargo, mi solución no lo era para J.: en el momento de salir no quería ir al baño pero, mágicamente, le entraban ganas cuando ya estábamos en la calle, negándose a pagar para ir al baño y tendiendo que dar vueltas para encontrar uno gratis. ¡Lo había tenido poco antes! Esto empezó a hacer que le viese como un bebé gigante.

Por si no fuera poco, descubrí una de sus características que quedaban diluidas cuando, en Madrid, salíamos con más gente: no paraba de hablar nunca. Sí, lo sé, yo también hablo mucho, pero en este caso, era como un zumbido constante, un monólogo en el que no te dejan meter baza, un yo yo yo. Llegó un momento en el que no pude más y exploté. ¡CÁLLATE! ¡NO TE AGUANTO MÁS! Los que me conocéis sabéis que soy una persona tranquila, no me gusta enfadarme y, si el coste es discutir, prefiero ceder. En este momento, ya no podía más, visualizaba tirándole de una patada lateral a un canal, necesitaba unos minutos de silencio. Lo peor de todo es que era el segundo día, y nos quedaban tres por delante.

Cogeré una bici y me iré pedaleando

En esos tres días, volví a estar al límite de mi paciencia: más ganas de ir al baño cuando no hay baño; más de una hora decidiendo si se quería comprar o no una mochila y qué mochila elegir; en qué banco nos sentábamos para comer un bocadillo; si nos tomábamos algo de beber o no; qué bar elegir. Recuerdo estar de pie quietos 15 minutos en la calle esperando a que decidiese qué bar le llamaba más la atención. Seguía fantaseando con tirarle de una patada a un canal y, como no quería volver a perder los nervios y gritarle, llamé a mi madre. Era tarifa internacional, pero no me importó. Me desahogué con ella, le dije que no podía más, que quería matarle. Mi madre sólo me contestó “ay, hija, tú decidiste ir, piensa que ya sólo te queda un día”. Con todos los años que han pasado de esa llamada, aún se acuerda de nuestra conversación.

Cuando aterrizamos en Barajas, le solté que necesitaba un tiempo sin saber de él. Había tenido demasiado, me había costado encontrar lo bueno de esos días, lo bueno de Ámsterdam, sólo lo recordaba como un paseo de un niño grande y caprichoso que no para de hablar ni un minuto. La principal enseñanza que me llevé en ese momento es que la elección los compañeros de viajes es muy importante, que un mal compañero puede arruinar las vacaciones (¡y las vacaciones son sagradas!) y que hay gente que, para salir por Madrid funcionan estupendamente, pero fuera, mejor, no. Por desgracia, no siempre podemos saber qué tipo de compañero va a ser una persona hasta que no nos enfrentamos a un viaje juntos.

Un buen recuerdo en Rembrandtplein en forma de representación de La ronda de noche

Con el paso del tiempo, decidí dejar de lado lo malo (sin embargo, no olvidarlo, porque nunca más volví a ir a ningún sitio con J.) y extraer lo bueno, que era mucho. El primer viaje pagado por mí; mi primera vez en Ámsterdam; las condonerías que, por aquel entonces, no existían en España y a mí me hacían mucha gracia; descubrir por mí misma que el Barrio Rojo no me gusta; el mercado de las flores y la casa de Ana Frank; coincidir con el 400 aniversario del nacimiento de Rembrandt y todas las actividades programadas; odiar los ring ring de las bicicletas… pero también, el sentir que entraba en la edad adulta porque me di cuenta de lo que cuesta ganar el dinero para pagar aquello que nos gusta.

Seis años más tarde, surgió la oportunidad de volver a Ámsterdam, salvo que esta vez no me quedaba en exclusiva allí, sino que hicimos un recorrido en tren por los Países Bajos y mi acompañante no fue J. Decidí reencontrarme con la ciudad, disfrutar todo lo que no había podido hacer la anterior vez y, aunque no paró de llover y terminé harta de la comida, me gustó saber que Ámsterdam me esperaba con los brazos abiertos.

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