Amor- odio en Ribadeo

Hace unos días, cuando hablaba de por qué me gusta viajar, comenté el amor- odio o, mejor dicho, odio- amor, que siento por Ribadeo.

Como ya expliqué, las vacaciones con mis padres consistían en una ruta por el Norte de España hasta que, cuando cumplí 15 años, dieron con este pueblo de la costa lucense. Allí, alquilaron una casita sin ninguna comodidad en A Devesa, una de las aldeas que conforman el municipio. El primer año, dimos la campanada. Un agosto de tiempo espantoso en el que, el día que no llovía, estaba nublado. Lo único que hacía era protestar y enfadarme.

Y, lo que era peor, al año siguiente, decidieron repetir. Y al otro. Y al siguiente. Y ahí estaba yo, muriéndome de ganas por ir a cualquier otro sitio, “encerrada” en un pequeño pueblo en el que, cuando no se podía ir a la playa, no había mucho más que hacer. Por aquel entonces, ya tenía ansias viajeras y, el colmo de los colmos era que alguna de mis amigas del instituto tenía la inmensa suerte de poder salir al extranjero. Nivel “me muero de envidia”.

Se avecinaba tormenta en mi adolescencia. En la foto, el faro de Isla Pancha, Ribadeo

En Ribadeo pasábamos todo el mes de agosto. Las dos primeras semanas, eran relativamente llevaderas. Y, digo relativamente, porque me pasaba esos días con el ceño fruncido. Pero la tercera y la cuarta semanas… me subía por las paredes. Echaba de menos la ciudad, poder salir a hacer algo, ver a mis amigas. Además, con todo lo que había que descubrir por la zona (Santiago, La Coruña, la Estaca de Bares, Gijón…) y, casi, ni salíamos. Mis padres querían descansar y yo buscando cualquier excusa con tal de escaparme de allí.

Todos los años, cuando se empezaba a hablar de las vacaciones, albergaba la esperanza de que se hubieran cansado y quisieran ir a otro sitio (soy del género optimista) y, todos los años, no había discusión posible: veraneábamos donde mis padres decían porque para algo eran los que pagaban. Ribadeo y punto.

Cuando empecé a trabajar, la situación cambió para mí: no podía ir tantos días de descanso seguidos, ganaba mi propio dinero (poco, pero era mío) y, además, tenía novio, por lo que Ribadeo quedó descartado desde el principio. Estuve varios años sin volver y, en todo ese tiempo, mis padres compraron una casa, la construyeron y la acondicionaron para ir en cualquier época del año.

Si agudizáis la vista, podéis ver a mi yo adolescente huyendo. En la foto, playa de Las Islas, Ribadeo

Volví por primera vez unos cuatro o cinco años más tarde desde la última vez, cuando la casa ya estaba lista para vivir y en un puente de octubre. Y eso era otra cosa: estaba en el mismo pueblo, no en una de las aldeas, había bares en los que tomar algo, se podía ir al puerto, al faro, caminar cerca de la orilla de la ría del Eo. Ya no me parecía tan mal destino.

Por distintas circunstancias, retomé la costumbre de volver una semana en agosto. Disfrutaba de la playa, huía del calor de Madrid, salíamos a tomar el aperitivo, desconectaba de mi entorno, me echaba la siesta sin ninguna preocupación y, todo esto, por el módico precio del billete de tren o de autobús. Y, lo que es más, ¡hubo años en los que fui, además, en algún puente!

El puente de los Santos, que une Asturias y Galicia, desde O Cargadeiro

Ribadeo me gustaba cada vez más, supongo que el ir aplacando mi hambre viajera ha influido, aunque también porque me da la calma que, de vez en cuando, es necesaria en vacaciones.

¿Conocéis este lugar?

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