Uno de los aspectos positivos que tiene viajar en grupo es que conoces a mucha gente de fuera de tu ambiente. Si hay algo que he aprendido es que, en la mayoría de casos, son personas que entran un día en tu vida, compartes con ellos unas experiencias y un destino y después, vuelven a salir. Cada uno reside en una ciudad o provincia distintas, tiene su existencia ya organizada y suele ser complicado mantener el contacto, sobre todo, según va pasando el tiempo desde que te despediste en el aeropuerto.
Estas circunstancias no quitan para que, en los días que se pasan juntos, se encuentren muy buenos momentos, de los que se recuerdan pase el tiempo que pase. Ya he vivido situaciones mágicas en Uzbekistán (julio 2018), Jordania (noviembre 2018) y, últimamente, en Egipto (diciembre 2022). Y es de este último lugar del que quiero hablar ahora, aunque los otros dos quedan pendientes para el futuro.
En muchos de los tours que he hecho, la gente está muy unida, aunque hay excepciones, claro, y, si además tenemos en cuenta que este último era un grupo single y que gran parte de nosotros íbamos solos, no queda otra que abrir la mente, dejar la timidez de lado y hablar con desconocidos y, pese a esto, tengo que reconocer que no hubo grupo. Éramos 23 personas y sólo estuvimos ocho días, por lo que era complicado estar unidos.

Con esto no quiero decir que hubiese mal ambiente, sólo que es complicado funcionar como un bloque y, en los momentos que teníamos libres, cada uno se juntaba con la gente con la que tenía más afinidad.
Cuando regresamos al hotel desde Khan Al Khalili la última tarde, nos recomendaron que subiésemos a la última planta. Era un restaurante con mirador 365° y, para llegar, teníamos que subir en ascensor hasta la planta anterior, recorrer un pasillo y subir en otro ascensor o por la escalera una planta más.
Nos quedamos en el pasillo de paso. ¿Por qué? Porque Javier, uno de mis compañeros, era profesor de piano y vio uno situado en un lateral. Las manos se le escaparon solas hasta el teclado y, cuando nos quisimos dar cuenta, estaba sentado en el taburete tocando. Al principio, se limitaba a dejar volar los dedos, después, improvisó alguna cancioncilla. Los pocos que teníamos intención de subir al mirador, nos quedamos clavados en el suelo, escuchando la música y con una sonrisa.

De las cancioncillas se pasó a canciones que todos los sabemos, por lo que el concierto se convirtió en un karaoke y los móviles salieron. Fotos y vídeos de Javier tocando, de nosotros cantando y bailando. Poco después, alguien tuvo la genial idea de avisar a los demás para que subieran a la planta 39. En pocos minutos, estábamos todos. Y nos dieron las 10, Corazón partío, I will survive, Your song, Michael Nyman… fueron cayendo una a una. Javier seguía incombustible al piano y nosotros, cantando y bailando.
De repente, dos trabajadores del hotel se acercaron y no para pedir que bajásemos el tono o advertir de que el piano estaba de adorno, sino para felicitarle por el buen rato que les estaba haciendo pasar. Fotos con él, le invitaron a un zumo y con unas sonrisas de esas de felicidad, de las que sabes que van a tardar en borrarse, de las que te hacen estar deseando volver a casa para contar lo que acabas de presenciar.

No olvidemos que estábamos en la planta de acceso a un restaurante, por lo que otros huéspedes o gente con reserva también pasaban. Muchos se quedaban un rato mirando y alucinando, hasta que una familia española bastante numerosa se quedó con nosotros durante un rato y pidieron el Cumpleaños feliz para uno de ellos. Y todos cantando a coro. Se despidieron dando las gracias por el regalo inesperado y por ser un grupo con tanta marcha.
Por desgracia, todo lo bueno tiene que acabar y nos quedaba poco para la reserva que teníamos en el restaurante libanés. Con algo de pena, tuvimos que parar y volver a nuestras habitaciones para ducharnos y prepararnos para salir. Eso sí, los que queríamos subir al mirador del restaurante, lo hicimos. El Cairo por la noche iluminado a nuestros pies.
A la hora pactada nos encontramos en la puerta del hotel y, una vez más, fuimos sorteando el incesante tráfico cairota hasta nuestro destino. Pese a todos los que éramos, en el restaurante nos recibieron con los brazos abiertos, aunque me temo que el resto de clientes no. Pedimos la cena, brindamos, bebimos, volvimos a brindar y reímos. Sobre todo, nos reímos. Habíamos visto muchas cosas, vivido muchas experiencias, teníamos muchas anécdotas para recordar y volver a reír. Hablamos de nuestros viajes anteriores, de lo que más nos había llamado la atención, de los sitios a los que volverías sin dudarlo, de los viajes que están por venir, de los sueños viajeros.

Y, entre conversaciones y brindis, llegó el momento de pagar. Esto es malo porque algunos decidieron volver al hotel para descansar. Primera tanda de despedidas. Ya no nos volvíamos a ver, ya que no todos regresábamos a Barajas. De los que quedamos, la gran parte decidió volver también al hotel poco después porque al día siguiente nos esperaba un madrugón considerable (otro más, mejor dicho), por lo menos, con este segundo grupo nos despediríamos al día siguiente en el aeropuerto. Nos quedamos seis personas. Sinceramente, pensé en volver al hotel, creía que me había venido muy arriba diciendo que me quedaba pero, en realidad, estaba destrozada y una parte de mí estaba deseando pulsar un botón y estar de nuevo en mi cama, ahorrarme el aeropuerto, la facturación, el vuelo de 5 horas, esperar la maleta y el trayecto en metro. En resumen, renunciaría a toda la vuelta.
Como eso no podía ser y ya había dicho que me quedaba, optamos por acercarnos a un hotel de una cadena internacional con bar. Cuando entramos, nos dirigimos directamente al bar, donde lo primero que preguntaron mis acompañantes fue si servía alcohol. Respuesta afirmativa. Como sabéis, Egipto es un país en el que el islam es la religión oficial y encontrar bebidas alcohólicas es complicado, incluso en El Cairo. Nos pusimos todos en varias mesas unidas y pedimos varios cócteles. Cosmopolitan para mí. Pese al empeño de los camareros y lo serviciales que eran, ha sido el peor Cosmopolitan que he bebido, parece que no aprendo… o, mejor dicho, las ganas de querer compartir ese momento, del recuerdo musical pocas horas antes, del saborear los últimos instantes en este país que estaba siendo un sueño hecho realidad, me dejé llevar.

Los pocos clientes que había en el bar se fueron marchando y nosotros no queríamos alargarlo mucho más pero, justo al lado de la puerta, ¿qué encontramos? ¡Un piano! Javier se volvió a sentar en la banqueta y, una vez más, posó sus manos en las teclas, consiguiendo que surgiera la magia. Más canciones, más risas, más vídeos, más camareros felices. Pese a todo, el cansancio me podía y, cuando creía que de verdad nos volvíamos, algunos pidieron una segunda ronda. La noche continuó hasta que los camareros nos dijeron que, aunque les daba pena, tenían que cerrar. Salimos a la calle y comenzamos a andar. Vimos las calles totalmente desiertas, no pasaba ni un solo coche. ¿Seguro que estamos en El Cairo?
Al llegar a la habitación, me desplomé sobre la cama de la manera más silenciosa posible. Mi compañera, Ainara, dormía y, por suerte, no se despertaba ni con una bomba. Cuando me acosté, no conseguía conciliar el sueño. Di vueltas y más vueltas, pero nada. Una noche igual que las anteriores del viaje. ¿Por qué me cuesta tanto dormir si estoy tan cansada? Preguntas sin respuesta a las tantas de la madrugada.
En algún momento indeterminado, sonó el despertador de Ainara y, como estaba despierta, me levanté para despedirme de ella. Cuando me quedé sola en la habitación, no contaba con dormir nada, estaba totalmente despierta, así que, con las primeras luces del día, me fui levantando para cambiarme, terminar de recoger y cerrar la maleta antes de bajar a desayunar.
Y todo esto lo hice con el recuerdo de una noche mágica en un país mágico.
Nota: como comprenderéis, no publico ninguna de las fotos o vídeos de esa noche porque solo una de mis compañeros conoce la existencia de Descalzos por el mundo y no me gusta publicar fotos en las que haya gente y, menos aún, si no tengo su consentimiento.