Llegamos a El Cairo ya de noche y, en el autobús, de camino a nuestro hotel, ya se percibe ese caos que tenía en la imaginación. Una ciudad enorme, de las consideradas megaurbes, no deja indiferente a nadie.
Cuando leí el programa del viaje, a esta ciudad sólo se la dedicaban dos días, y uno de ellos estaba destinado a Guiza. Me pareció poco y me planteé el pedir a la agencia un día más. El problema o, mejor dicho, problemas, es que no sabía a cuánto me podía ascender la petición, tenía que destinar un día más de vacaciones y, lo que es peor, el vuelo de vuelta es un chárter, lo que lo haría imposible. En resumen, no lo había pisado y ya estaba pensando en volver.
Antes de nada, pongamos la ciudad en contexto. La ciudad fue fundada en el 969 d.C. por la dinastía Fatimí y no es una ciudad faraónica ya que, cuando las pirámides se construyeron, la capital del Antiguo Egipto era Menfis. La capital de Egipto tiene 23 millones de habitantes, incluyendo Giza, Hulwan y Shubra al-Khaymah. ¿Os imagináis a la mitad de la población de España viviendo en una misma ciudad? Suena a locura. Pero, sobre todo, la capital de Egipto es el caos. Un caos ruidoso, estresante y, al mismo tiempo, hermoso. Cláxones en estéreo, contaminación, motos, coches, carros, mocos negros y energía. No puedo evitarlo: tengo debilidad por las ciudades musulmanas. Marrakech, Esauira, Ammán, Stone Town y El Cairo.

Volviendo a nuestro autobús, no recuerdo el tiempo que nos llevó llegar hasta nuestro hotel, no sólo por la distancia del aeropuerto, sino por el tráfico, y eso que era viernes. Coches que se cruzan, niños que salen por las ventanas, policía mirando para otro lado, no hacer caso a los carriles, ¿cómo pueden seguir vivos?
Cuando por fin llegamos al alojamiento, alucino una vez más: una torre de 34 plantas, a todo lujo y, mi habitación, que “sólo” está en la 11, hace esquina y tenemos dos ventanales que dan a un meandro del Nilo. Las vistas hablan por sí solas.

Esa noche, vamos a cenar a un restaurante que nos queda cerca y que nos ha recomendado Walid. Un libanés a poco más de 10 minutos andando que nos hace tener que cruzar calles en las que no hay pasos de cebra ni semáforos. ¿Cómo? Pues lanzándote, andando de forma decidida y no parar, ellos ya te esquivan. Suena fácil, no lo es. Si me costó hacerlo en Vietnam y eran motos, aquí no iba a ser menos. Lo importante, llegamos al restaurante, nos recibieron con los brazos abiertos (habíamos llamado para reservar) y comimos y bebimos de maravilla.
La mañana siguiente venía cargada de muchas emociones, íbamos a visitar las pirámides de Guiza y Menfis, la antigua capital. De estas visitas hablaré en un post futuro. Así que, dando un salto en el tiempo, nos plantamos un día más tarde realizando la visita nocturna del bazar de Khan Al Khalili. Fundado en el siglo XIV, se puede encontrar de todo ya que es un mercado de primer orden: oro, especias, ropa, productos de cuero, todo tipo de souvenirs. Entramos por la puerta de Bab Al Futuh y recorremos tras Walid la calle Al Muizz, una de las más antiguas de la ciudad, nos enseña los restos de las casas medievales, la mezquita Al Aqmar y los distintos puestos con lámparas, frutas, shishas, teléfonos vintage, retratos de actores de cine egipcio clásico. ¿Cómo no iba a gustarme?


Uno de los aspectos que más me atraen de ese caos es no saber lo que va a pasar en 5 segundos. Un perro ladrando, un niño corriendo, el pitido de una moto que sale de la nada, una pareja de chicas que nos miran curiosas y se ríen, un hombre empujando un carro de frutas, un grupo de amigos sentados en una tetería fumando y viendo la vida pasar. Todo esto al mismo tiempo, sin ser capaz de poderlo anticipar. Si cierro los ojos, aún lo siento. Como con el olor de las especias del bazar de Asuán, ojalá pudiera traerme todas esas sensaciones a casa.
La visita terminó en el célebre Café de los Espejos o Fishawi’s, uno de los ahwa más conocidos de la ciudad y, por lo tanto, lleno de turistas, aunque nos pudimos sentar todos los que íbamos y compartimos té a la menta, de jengibre o leche con canela.
Después de este parón, tocaba asimilar todo lo vivido y volver al autobús ya que íbamos a cenar. Tengo que decir que las dos cenas que entraban en el programa no me gustaron. Teníamos reservadas mesas en restaurantes habilitados en las orillas del río. Entiendo que es cómodo para llegar con un autobús, pero la calidad deja un poco que desear. Con lo bien que hubiésemos comido en el bazar…


El día siguiente era la visita por la ciudad. Pasamos casi de largo por la Plaza Tahrir, la mayor de la capital y epicentro de las reuniones en 2011, cuando 15.000 personas la ocuparon pidiendo la salida del presidente Mubarak, que llevaba 30 años en el cargo, y, entre otras, una transición rápida hacia la democracia. Llegamos a la Mezquita Mohamed Ali Pasha o Mezquita de Alabastro. Allí nos encontramos con el famoso reloj que el rey Luis Felipe de Francia había cambiado por un obelisco del Templo de Luxor.
Es la mezquita que mejor se ve desde la ciudad debido a su elevada situación, dentro de la ciudadela, y porque sus minaretes son muy altos. El interior, lleno de candelabros, asombra. Una sala inmensa, con lámparas redondas y, como curiosidad, dos púlpitos. La tumba de Mohamed Ali está en un lateral. Y, sobre todo, las vistas, no por maravillosas, sino porque nos hacemos a la idea la cantidad de contaminación y de calima que hay. No se ve más allá de la primera fila de edificios. Algunos de mis acompañantes empiezan a utilizar las mascarillas.

Sin prisa pero sin pausa, nos dirigimos al Barrio Copto. En el siglo VI a.C. se fundó este laberinto de callejuelas, iglesias y monasterios dentro de la fortaleza. La primera parada es la Iglesia de San Sergio y San Baco, datada en el siglo IV o V. Al entrar, recuerdo inmediatamente mi viaje por Albania y las iglesias ortodoxas que visitamos en Berat, por suerte, cuando veo el iconastasio me vienen a la mente muchas de las explicaciones de Angi.
El techo de esta iglesia quiere emular al arca de Noé y las columnas están hechas de mármol blanco y granito rojo. Según la tradición, la Sagrada Familia se refugió en esta Iglesia durante tres meses y, en la entrada podemos ver el pozo del que se dice que bebieron agua.

Antes de lo que me hubiese gustado, termina nuestra visita a esta zona cairota ya que el Museo Egipcio y sus momias nos esperan.
Este museo es una de las colecciones más importantes del Antiguo Egipto, no sólo por la cantidad de objetos que alberga, sino también, por la importancia de gran parte de ellos. La visita la hicimos en grupo y con unos auriculares por lo que podíamos escuchar perfectamente a Walid sin molestar a los demás. Sin embargo, el museo merece una actualización: muchos objetos están en las mismas vitrinas que en 1902, cuando se inauguró, y falta de letreros explicativos. Pese a todo, lo que pudimos ver compensó con creces estas pegas.

No soy egiptóloga y desconozco muchas de las piezas que vimos, pero sí puedo afirmar que sorprenden. Desde todo el tesoro que se encontró en la tumba de Tutankamón, máscaras funerarias de distintos faraones y reinas, esculturas, urnas en las que se guardaban los órganos en el proceso de momificación, esfinges, momias. Tesoros.
El tiempo que pasamos allí se me pasó volando, no es justo dedicarle tan sólo un par de horas, lo que tienen los viajes organizados.



Cuando salimos, vamos a comer y casi a cerrar el día, que lo haremos de nuevo en Khan Al Khalili, esta vez, por la tarde. El ambiente no es el mismo, hay menos gente y menos agobio y, por otro lado, se pueden apreciar mejor los detalles, las tiendas.
Aunque salimos todos del mismo punto, en poco más de dos minutos nos fuimos separando y, casi sin darnos cuenta, nos quedamos Ainara y yo solas. Así pudimos plantearnos lo que realmente nos interesaba y rivalizamos por ser coronadas como las peores regateadoras del mundo. Premio ex aequo.
En nuestra defensa diré que lo que compramos no fue en puestos como tal, sino más bien tiendas, con escaparates y puerta. Intenté regatear por mis pendientes, pero no hubo manera, pagué el precio que me pidieron y, aún así, fueron más baratos que si me los hubiera comprado en España. Cuando nuestra sesión de compras terminó, nos tomamos un té a la menta para despedirnos de este país con una de sus tradiciones.

Por la noche, fuimos a cenar al mismo restaurante libanés al que acudimos un par de días antes. Y, lo que pasó antes y después de esa cena se queda en El Cairo. O quizás alguna vez lo cuente…
Por cierto, a la vuelta a Madrid, me tocó en ventanilla y pude disfrutar del delta del Nilo en todo su esplendor. Qué pena no tener fotos.