Cuando viajo, hay una serie de puntos en los que intento poner obligatoriamente el tick de visto. Son esa clase de lugares que me inspiran, que me gusta disfrutar y ver el destino desde otra perspectiva.
Miradores para ver los tejados
Uno de mis favoritos son los miradores. Los que más me han gustado han sido los que están en las ciudades y es que, ver el entramado de calles, los tejados, la gente desde abajo, me parece una maravilla. En ese sentido, las ciudades portuguesas, sobre todo, Lisboa y Oporto son perfectas, además de una de las mejores cosas que hacer en esas ciudades y que siguen siendo gratis.
Por desgracia, los miradores secretos ya no existen, sólo hace falta una búsqueda simple en Google para obtener un listado de todas esas ventanas que nos muestran la ciudad desde las alturas. Sin embargo, a pesar de estar llenos de gente, he disfrutado todo lo que he podido (y me han dejado). Intento abstraerme lo máximo posible y me concentro en lo que estoy observando.
Aún me acuerdo del mirador en el Palacio de Cristal de Oporto: por un lado, la Sé, el puente de Dom Luis I, el Duero, y los barrios populares de la ciudad; por el otro lado, el sol poniéndose tras la desembocadura del río en el Atlántico. Y eso sólo por mencionar uno porque hay muchos.

En Lisboa, la primera vez que estuve en 2008, en el mirador de Santa Lucía no había ni 10 personas, la última, en 2018, te tenías que abrir paso casi a codazos. Reconozco que no tiene las vistas más bonitas, no obstante, el entorno en el que está es una delicia: la pequeña capilla, los azulejos, las plantas trepadoras… las mejores vistas, no; el más bonito, sí.

Y, fuera de estas dos ciudades, también he ido buscando observar desde lo alto: en París, la torre Eiffel o el arco del triunfo; en Venecia, la azotea de la Fundación Tedeschi; en Nueva York, cualquier rascacielos, con especial preferencia por el Top of the Rock; en Praga, el Ayuntamiento de la Ciudad Vieja… y así, hasta el infinito.
Balcones a la naturaleza
Pero no sólo de miradores urbanos se vive, hay miradores en lugares naturales que te hacen estremecer: en Islandia, Thinvellir, viendo el Parlamento más antiguo o uno situado en el cañón de Fjaðrárgljúfur; subir al castro de Santa Tecla, en Pontevedra y admirar los castros y la desembocadura del Miño; en la Serranía de Cuenca, el mirador sobre la garganta del Tío Cogote; en Escocia, la garganta Corrieshalloch y el banco de Durness frente al mar… sentir que la inmensidad está ante mí.

Pese a toda esa belleza, las vistas naturales que más recuerdo no vienen de un mirador exactamente, aunque sí desde las alturas: llegamos al Parque de Masai Mara en avioneta, sobrevolando parte de este parque y del Serengueti. Imágenes que marcan y que te hacen sentir vivo. Imágenes que animan a seguir conociendo mundo.
Perderse entre los puestos de un mercadillo
Otro aspecto que me gusta mucho buscar y conocer son los mercadillos. Al vivir en Madrid, una de mis actividades favoritas un domingo por la mañana es acercarme a El Rastro así que, cuando salgo de mi ciudad, me voy a buscarlos fuera.

No siempre he podido hacerlo: falta de tiempo, no coinciden con los días en los que están activos con los que estás, a tus acompañantes no les gustan o, simplemente, no los había buscado.
Cuando visité Budapest, nos dimos de bruces con uno que estaba en pleno centro, no sabría especificar más. Dedicamos algo más de una hora entre sus puestos de artesanía y recuerdo que me compré unos pendientes y que Marisol tuvo que ir al cajero a sacar dinero para comprar el capricho que te entra por los ojos y del que te enamoras.
En Berlín, fui expresamente a Mauerpark para rebuscar entre los puestos, aunque tengo que reconocer dos cosas: el desplazamiento merece también la pena por el parque del que toma el nombre y que el mercadillo es una auténtica guarrada. Lo había visto en la tele, en algún programa del tipo Callejeros Viajeros y ya advertían de que la gente que iba se ponía guantes para rebuscar. Después de haberlo visitado, lo confirmo: la gente se pone guantes para rebuscar. Después de tantos años, no sabría explicar en detalle por qué daba tanta grima, aunque sí recuerdo que no me atreví a tocar nada, lo que no quiere decir que no me gustara el ambiente y que volvería sin dudarlo.

Los mercadillos que más me han gustado de todos los que he conocido han sido los de Londres. Recorrí los de Camden, Portobello, Brick Lane y Convent Garden. Casi nada. Todos diferentes y, al mismo tiempo, muy parecidos. En Portobello, todo es bonito, todo está puesto de una manera exquisita. Te entra por los ojos, lo quieres todo: desde esa camiseta tan chula que necesitas hasta una cámara vieja de fotos que quedaría estupenda en una estantería en casa. Antes de ir a Londres, me advirtieron de que en los mercadillos no tenían datáfono y había que pagar en efectivo, así que me llevé bastante dinero desde Madrid y me dejé un buen pellizco, pero es que todo era tan bonito…
Camden tiene ese punto alternativo e indie, me hubiese encantado visitarlo en los 90 cuando, a parte de encontrar todo lo que en Madrid no había en ninguna tienda, todo era música y la escena indie de la ciudad estaba localizada en esta zona de Londres. Por supuesto, compré y comimos en la zona. No todos los días se va a Camden.

Brick Lane lo recuerdo diferente, sin el punto turístico que tienen los anteriores. Situado en lo que es conocido como la zona bangladeshí londinense, donde los nombres de las calles están escritos también en urdu desde hace décadas, no lo pude disfrutar como me hubiese gustado, ya que llegamos cuando los puestos los estaban recogiendo, eso sí, descubrimos una cafetería muy chula en la zona.
Convent garden es más pequeño, nos lo encontramos por casualidad y lo recuerdo con mucho encanto, además de estar situado en este punto ¡la mejor tienda de galletas del mundo!

Después de esta pequeñísima ruta por los mercadillos de Londres, me ha venido la nostalgia y estoy deseando ir a la ciudad y, por supuesto, recorrer los mercadillos. Para que quede constancia, el de flores de Columbia Road lo tengo apuntadísimo desde hace muchos años, recomendación de unos de los profesores de inglés que he tenido y que vivió por esa zona.
No me gustaría cerrar este apartado sin mencionar que no tengo perdón porque, de todas las veces que he visitado París, ninguna he ido al mercado de pulgas de Porte de Clignancourt. ¿Podré ir la próxima vez que vaya?
Coleccionar atardeceres
Me gustaría terminar este post con una de las cosas que más me gustan, no sólo estando de viajes: cazar atardeceres.
Sería imposible hacer un post sobre esta temática, entre otros motivos, porque serían todo fotos, aunque en la cuenta de Facebook de Descalzos por el mundo, colgaré un álbum de fotos con los mejores momentos. ¿Qué tienen las puestas de sol que suelen gustar tanto? Esa mística del sol juntándose con la tierra. Unos segundos en los que todo el mundo está en silencio. El final del día y el comienzo de la noche.
No puedo decir cuál es el que más me ha gustado, sería equivalente a decidir si quieres más a mamá o a papá. Así que, si ver atardecer en Madrid me vuelve loca (uno de los mejores espacios para ello es el Parque de las Siete Tetas), ¿cómo no iba a salir a verlos cuando he estado fuera?
Muchas veces, te los encuentras, como el atardecer de película en Kenia: simplemente, estábamos allí, viendo los colores de la sabana, sintiendo que eres la persona más afortunada del mundo por poder presenciar en primera fila un espectáculo de esa categoría y, por si no fuera poco, gratis (bueno, gratis es verlo, el llegar hasta allí, no). Otros atardeceres que salen a buscarte son los de Lisboa u Oporto, en los infinitos miradores de los que hablaba, o el de Meteora: en cualquier sitio en alto, la imagen del sol ponerse entre los monasterios, permanece en el recuerdo.

Otros atardeceres, hay que salir a buscarlos. Por ejemplo, en Menorca, aunque sea una isla, si quieres la estampa con el faro de fondo, no queda otra que coger el coche, aunque merece la pena: el paisaje “lunar” de Punta Nati es único. En Salamanca, uno de los atardeceres más bellos es en la galería acristalada de la Casa Lis. En Budapest, ver la coordinación entre la caída del sol y la iluminación progresiva en la ciudad tiene el coste de subir hasta lo más alto de Buda, eso sí, merece la pena (anda, ¡otro mirador más!).
Encontrar un destino en el que se den todas estas opciones suele ser complicado, estoy haciendo memoria mientras que escribo esto, pero no me viene a la mente ningún sitio en el que haya estado disfrutando al mismo tiempo de mercadillos, miradores y atardeceres. Tendré que seguir viajando para encontrarlo.
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