Cuenca

Diez años después lo he conseguido: he visitado el nacimiento del río Cuervo.

La anterior vez que estuve en Cuenca fue en noviembre de 2012. Nos juntamos un grupo más o menos numeroso, alquilamos una casa rural en un pueblo e hicimos un fin de semana de turismo y chimenea por la noche. Un día, visita obligada a la capital, el otro, surgió la duda: ¿qué visitamos? Yo fui la única que propuso y apoyaba el nacimiento del río Cuervo, los demás se decantaron por la Ciudad Encantada. Resultado: fuimos a la Ciudad Encantada.

Pero el río Cuervo seguía clavado como una espinita.

Como este otoño no ha tenido demasiados puentes, el único que podríamos disfrutar, el de 31 de octubre, no teníamos la menor duda de que queríamos hacer una escapada. Al final, los destinos quedaron reducidos a la ruta del Quijote o Cuenca, junto con este nacimiento fluvial y senderismo por la zona. Nos apetecía bosque y otoño, así que ganó Cuenca, pero sin duda, la ruta del Quijote queda apuntada para el futuro.

¿Existe una imagen más icónica?

Después, tocaba decidir dónde nos alojaríamos. Por un lado, en la misma Cuenca, era más cómodo por tener mayor variedad de alojamientos y de servicios; por otro, teniendo en cuenta las rutas que queríamos hacer, Tragacete, en la Serranía, era más cómodo, aunque desconocíamos cómo sería la oferta disponible, por lo que era bastante probable que por la noche nos tuviésemos que mover con el coche. Optamos por Cuenca.

Dedicaríamos la tarde del viernes a comprar la comida necesaria para el senderismo y ya, después, a cenar y a tomar algo. El sábado por la mañana, habíamos reservado un free tour que, en dos horas, nos hizo una visita bastante completa, devolviéndome unos momentos vividos en este lugar que estaban en lo más profundo de la memoria. Y es que tengo muy buenos recuerdos de esta ciudad.

Otoño en Cuenca

Una compañera de carrera era de aquí y nos invitó varias veces, especialmente, en Vaquillas, las fiestas no oficiales. Con poco más de 20 años y yendo de jarana, el turismo no era prioridad y, aunque Cuenca es una ciudad pequeña que se conoce perfectamente en el día, vimos alguna cosa puntual, antes de rellenar los vasos de minis.

Recuerdo los balcones sobre la hoz de Júcar, porque era donde se hacía botellón; los arcos del Ayuntamiento, en la plaza Mayor, porque bailamos un pasodoble con ropa de batalla manchada de vino; el Archivo Histórico Provincial, porque nos sentamos en unas escaleras cercanas a descansar y reír. Ay, los 20…

Los arcos del Ayuntamiento me vieron bailar un pasodoble

Cuando volví en 2012, hicimos más turismo, entre otros, entramos en la Catedral y el Museo de Arte Abstracto, pero tampoco fue una visita muy exhaustiva. Hacía mucho frío e íbamos de bar en bar intentando entrar en calor. Por eso tenía claro que conocer Cuenca era prioritario.

Como he dicho, esta última visita ha sido muy completa, desde la Muralla y Arco de Bezudo, pasando por los ojos de Zaida, la Iglesia de San Pedro, las pistas del Camino de Santiago a los peregrinos que recorren la Ruta de la Lana, la triste y dramática historia de la Catedral, las calles peatonales de piedra con tantísimo encanto, los primeros rascacielos, las famosísimas casas colgadas… Y con Celia, nuestra guía, poniéndonos la miel en los labios, hablando de la Torre Mangana; el mejor mirador de todos, que está en los restos de la casa del poeta conquense Federico Muelas, en la que se llegó a alojar Lorca en su visita a la ciudad y a la que dedicó un soneto; el paseo por las hoces del Júcar y del Huécar; la originalidad de las vidrieras de la Catedral, así como las esculturas de armadillos y tortugas que hay en el interior y, por supuesto, un museo de referencia internacional, el de Arte Abstracto. No nos podíamos perder nada.

Los primeros rascacielos del mundo. Cuenca 1- Nueva York 0

Después de comer, guiados por las recomendaciones de Celia por la zona de la calle de los Tintoreros, subimos de nuevo hasta los restos de la muralla, pero en vez de hacerlo por el centro o por la carretera que llega al Parador, los hicimos por el camino que da forma la hoz del Huécar y, sólo puedo recomendarlo. Se pasa por un camino poco o nada transitado, por debajo de los balcones de las casas colgadas, por delante de los rascacielos, que llegan a alcanzar las 14 alturas, y se llega a la casa o, mejor dicho, el hocino de Federico Muelas, que está en la más absoluta ruina, una auténtica pena. Un lugar que forma parte de la pequeña Historia de la ciudad reducido al escombro, aunque, según esta noticia de Voces de Cuenca, la propiedad está en venta.

En el hocino, y sentados en una piedra, nos sentamos a recuperar el aliento y a perderlo de nuevo por las vistas que se obtienen desde allí. Desde luego, sí que son las mejores: todo el caso antiguo, que es Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, el Parador, el puente de San Pablo, las casas colgadas… Y con el otoño haciendo de las suyas en los árboles. Los verdes de las hojas se perdían entre los ocres y los amarillos. ¿Hay una estación más bonita para viajar?

Desde el hocino de Federico Muelas

Después, nos dirigimos hasta el Museo de Arte Abstracto, nos asombramos porque un matrimonio que afirmaba venir de Colorado lo estaba visitando y, nos asombramos más aún con los cuadros expuestos y con los vestigios de las antiguas casas. Después, fuimos a la catedral. Como ya nos había advertido Celia, las vidrieras abstractas llaman la atención de lo bonitas que son. Datan de la década de los 90 y representan desde el ADN hasta el Big Bang.

Después de un día en el que andamos tantísimo, sólo nos quedaba cenar (ajoarriero, embutidos de jabalí y ciervo y tortilla trufada) y volver a descansar. Al día siguiente, nos desplazábamos hasta la Serranía.

Empezamos el día pronto, preparamos los bocadillos y nos dirigimos hasta el nacimiento del río Cuervo (¡por fin!). Conseguimos aparcar con mucha suerte y, en un breve paseo llegamos.

El recorrido está totalmente acondicionado y el muy corto y fácil. Eso sí, salpicado por los amarillos de los árboles. Al llegar a las fuentes, nos quedamos un poco apagados y es que, como era previsible, como ha penas a llovido y no estamos en época de deshielo, se reducía a un pequeño hilillo de agua.

Nacimiento del río Cuervo

El sitio es muy bonito, pero estaba atestado de gente y, por cómo está puesto, no es la idea que tenemos de senderismo. Volvemos al coche y ponemos rumbo a los callejones de las majadas. Camino largo por una carretera comarcal hasta el aparcamiento. Primero, comemos, después, salimos a investigar. En la zona alta, donde se ven todos los callejones desde arriba, hay más gente y, como no nos queremos quedar con esa sola vista, seguimos el camino propuesto. Se trata de una ruta circular, muy bien señalizada, fácil y que te hace meterte entre las rocas, pasando cerca de arbustos y por un pequeño camino que se nota no está muy transitado. Acompañados de los colores otoñales, de setas y de la más absoluta tranquilidad ya que hicimos solos el sendero. Y, al llegar al coche, seguimos la información que había recopilado de internet y nos quisimos asomar a los miradores que hay por la zona.

Los callejones de las majadas

Seguimos andando por el arcén y llegamos al Mirador del Tío Cogote. Atención porque el camino está mal señalizado y está más lejos de lo que parece, hay gente que va en coche, pero se puede hacer perfectamente andado, eso sí, está más lejos de lo que se indica.

Desde la barandilla vimos, a vista de pájaro, o de buitre leonado, que son los amos y señores del cielo, la Serranía de Cuenca y el cañón del Júcar y, como una imagen vale más que mil palabras…

Mirador del Tío Cogote

Al día siguiente, la montaña nos vuelve a esperar. Tenemos el nacimiento del río Júcar, en el Estrecho del infierno y la subida al cerro de San Felipe esperándonos.

Llegamos a Tragacete y, desde ahí, al albergue de San Blas, dejamos el coche y comenzamos la visita. El tramo hasta el Estrecho del infierno es fácil, aunque de terreno muy rocoso. Al llegar, nos asomamos a un pequeño manantial: el nacimiento del río Júcar. Después, desandamos parte del camino para desviarnos y subir hasta el cerro de San Felipe. ¡Y qué subida! Echamos el higadillo, bajamos todo lo comido en los últimos días, sudamos como si no hubiese un mañana y alucinamos con las vistas. Al llegar a una pequeña planicie, nos encontramos con otros senderistas. Cuando conseguimos recuperar la respiración nos encontramos ante la disyuntiva de seguir hacia arriba, a lo alto del cerro, o bajar. El problema es que quedan 900 metros de subida muy empinada. Intentamos hacerlo, pero poco después, decidimos abandonar. El terreno está muy empinado, a cada paso, pequeñas piedras caen rodando y no nos da mucha confianza. Cogemos el camino circular de bajada y, aunque no lo hemos podido coronar como nos hubiese gustado, estamos muy orgullosos de lo que hemos conseguido.

Albergue de San Blas

Sentados en una roca del camino, protegidos del viento por otra roca más grande, comemos nuestros bocadillos y continuamos nuestro camino hasta que, entre el amarillo y el ocre de los árboles, vemos el albergue al fondo. ¡Lo conseguimos!

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