La penúltima noche en Uzbekistán

Como ya he comentado en alguna otra ocasión, los viajes en grupo suelen crear vínculos muy fuertes entre las personas que lo componen. Totales desconocidos, pero con el punto en común de que nos gusta viajar y el destino elegido nos interesa. Después de compartir durante varios días, experiencias, vivencias, sorpresas, comidas y bebidas (del tipo que sean), es fácil que se dé una circunstancia que nos involucre a todos y que pase al recuerdo como un MOMENTO en la vida.

Ya hablé del último día en El Cairo, una noche llena de canciones al piano, bailes y risas; conté que quiero hablar de la tarde en Wadi Rum y de los chupitos de vodka en Tashkent y es de este último recuerdo del que voy a hablar hoy.

Con un buen rollo así, nos podríamos haber hecho la Ruta de la Seda entera

Queremos cenar en un restaurante de uzbekos

Después de dos semanas recorriendo un país desértico, con lugares de los que nos acordamos los que estudiamos EGB (el mar de Aral) y ciudades que parecen un museo al aire libre (Khiva es el mejor museo del mundo), llegamos al mismo punto al que llegamos el primer día, Tashkent, la capital. La mayoría de los que íbamos hicimos muy buenas migas: Rosa, Montse, Paco, Manolo, Víctor y yo compartimos muchas charlas, risas, tés, confesiones estomacales a la hora del desayuno, vacaciones previas y aventuras. El trayecto en coche que hicieron Rosa y Paco desde Sevilla hasta Benín fue mítico y aterrador a partes iguales. Fueron ellos los que me dieron el empujoncito que me faltaba para animarme a ir de safari y dormir en tienda. Un viaje con un grupo tan estupendo debía tener un broche a la altura de las circunstancias. Y lo tuvo.

Cuando llegamos a Tashkent al final de nuestra estancia preguntamos a nuestro guía por un restaurante para cenar al que fueran uzbekos, no queríamos nada orientado a los pocos turistas que hay por allí. Nos recomendó una cervecería alemana a las afueras de la ciudad a la que solía ir él y quedaba con amigos. Nos dio la dirección, llamamos a un par de taxis y pusimos rumbo para allá. Era una especie de biergarten y, con el buen tiempo que hacía, se agradecía estar al aire libre. Servían cerveza y distintas salchichas de ternera, pollo o cordero, nada de cerdo (aunque Uzbekistán es un país laico, es de tradición musulmana). Y es lo que pedimos: jarras de cerveza, salchichas y hamburguesas para todos. Desde luego, éramos los que más jaleo armábamos, brindando una y otra vez, riéndonos y rememorando lo vivido, todo esto entre las miradas extrañadas de camareros y demás clientes ya que éramos los únicos extranjeros y, por si era poco, Montse, Rosa y yo, las únicas mujeres.

Atardecer en las murallas de Khiva en buena compañía

No quiero decir con esto que nos tratasen mal o nos miraran con desprecio, ni mucho menos, ya que Uzbekistán es, desde hace siglos, parte de la ruta de la seda, por lo que ha atraído un tránsito enorme de comerciantes y viajeros. Pese a esto, no es de los países más visitados, unido a que es una sociedad tirando a conservadora, en la que las mujeres no beben cerveza. Teniendo en cuenta, además, que no estábamos en un local céntrico o que aparezca en las guías, así que dimos al resto de personas que estaban allí algo que comentar.

Queremos beber en un bar de uzbekos

Cuando terminamos de cenar, fuimos a tomar algo a un bar que estaba muy cerca y que nos recomendaron los camareros. Por algo no me refiero a vino, té o más cerveza, sino vodka. A palo seco. Allí nos cruzamos con nuestro guía, que estaba charlando con conocidos suyos y no tuvo mayor problema en acercarse a nosotros a divertirse. Pero antes de esto, nos sentamos y, como en el anterior lugar, los camareros y clientes nos miraron extrañados. Pedimos una botella de vodka y seis vasos de chupitos. Con lo poco que me gusta el alcohol solo…

Fui incapaz de tomármelos del tirón, sino que tuvo que ser a sorbitos y, creo recordar que, de esta manera, sólo me tomé dos. Y digo sólo porque la botella cayó. Y, mientras que la botella caía, nosotros nos veníamos arriba, lo que tiene beber (y mezclar).

La noche de Samarcanda nos esperaba

La cabra, la cabra…

Más risas, el tono de voz cada vez más alto y canciones. No sé cómo, pero, de repente, vi como nos arrancamos a cantar “la cabra, la cabra, la puta de la cabra”, mientras que dábamos golpes en la mesa. Ya era oficial: nos habíamos convertido en el espectáculo (o esperpento, según se mire). Nuestro guía se unió a nosotros para compartir bebida y risas, yo creo que le debía molar la marcha… Desde ese momento hasta que pagamos y nos fuimos, no tengo muchos más recuerdos, excepto que me quedé con la botella de vodka, con una etiqueta con caracteres rusos y que me traje de vuelta en la maleta, con intención de usarla como botella de agua en la oficina.

La juerga sigue en el bar del hotel

Volvimos al hotel en taxis y no había la más mínima voluntad de parar la juerga, así que nos fuimos al bar del hotel. Ya era de noche y, salvo el camarero, no había nadie más. Seis clientes extranjeros que han bebido, que quieren seguir bebiendo y que tienen muchas ganas de juerga. Reconozco que yo ya no podía beber más, pero, como todos los demás pidieron algo, me animé, aunque se quedó casi todo sin probar en el vaso. Tengo pocos recuerdos, por no decir ninguno, de lo que hablamos, sin embargo, lo que no olvido es lo mucho que me divertí y lo afortunada que me sentí por haber coincidido con un grupo de gente tan maja, que consiguieron que el viaje haya subido a los primeros puestos de los que más me han gustado (si es que esa lista se puede hacer, porque suena a ¿a quién quieres más? ¿a papá o a mamá?).

Nos fuimos a acostar porque al día siguiente teníamos la última visita programada.

Y al día siguiente…

Cuando regresamos al hotel, después de ducharnos, cenamos. Una parte de mí estaba deseando que se repitiera una noche como la anterior, al fin y al cabo, ésa sí que era la última noche antes de volver a Barajas. Por desgracia, no ocurrió: al día siguiente madrugábamos muchísimo para ir al aeropuerto. Eso sí, el que la juerga hubiese sido un solo día la convierte en algo único y especial.

Ya en casa, empecé rememorar el viaje y, cuando la gente me preocupaba, siempre contaba la anécdota de la cabra, el vodka y todos los uzbekos mirándonos.

Pues esto era, una de las mejores noches que he vivido, Tashkent

Lo único que no me cuadró es que, cuando llevé la botella (vacía de vodka) no cabía en el grifo de la oficina y no la podía rellenar de agua, así que opté por tirarla: sólo lo material, los recuerdos permanecen.

Aunque ellos no lo sepan, he dado las gracias muchas veces a Víctor, Manolo, Rosa, Montse y Paco por contribuir a que un destino soñado se convirtiera en mágico.

PD. Por motivos de privacidad, no publico la foto sin retocar ya que ninguno de ellos sabe de la existencia de Descalzos por el mundo. Por cierto, en la foto falta Manolo, pero está nuestro guía, del que no recuerdo el nombre.

***

Lee otras entradas relacionadas: