Climas extremos

¿Playa o montaña? ¿Invierno o verano? ¿Frío o calor? Preguntas que nos hacemos, aunque sea de manera involuntaria. Pero ¿qué ocurre cuando no es una opción? ¿Cuando el clima te viene impuesto? No me refiero a ir a Canarias y que haga una temperatura primaveral o viajar a Canadá y llevar un forro polar, sino a climas extremos.

¿Os lo habéis encontrado alguna vez? ¿Habéis ido de vacaciones (voluntariamente y sin engaños) a un lugar donde el calor o el frío superaban con creces cualquier otro momento vivido? Y digo lo de voluntariamente porque, en principio, suena un poco raro querer visitar un lugar en el que se alcanzan los 50º en verano o los -20º en invierno. Raro, pero ¿y si es el único momento en el que puede ir?

Eso es lo que me ocurrió cuando decidí viajar a Islandia en noviembre y a Uzbekistán en julio. ¿De locos? Puede ser. Según la frase atribuida a Nietzsche, “aquellos que eran vistos bailando, eran considerados locos por quienes no podían escuchar la música”. ¿Bailamos?

Cuando terminó el verano de 2017, me quedaban 15 días laborables de vacaciones. Demasiados como para coger días sueltos, por lo que empecé a valorar poder realizar alguna escapada en otoño. Mi idea original era viajar a algún sitio no muy lejano, con atractivos para ver en una semana para no volverme a Madrid con la sensación de que me estaba dejando la mitad pendiente y que en verano no se pueda ir porque hace demasiado calor. ¡Casi nada! Lugares que encajan: Sicilia, Jordania, Israel, Cabo Verde…

Me acerqué a la que se ha convertido en mi agencia de referencia y pregunté por viajes a estos destinos. El chico que me atendió me dijo que no tenían nada confirmado para otoño a esos lugares, pero que lo que salía sin problema eran los de regiones polares. Levanto una ceja como Carlos Sobera (de manera imaginaria porque no sé hacerlo). Te escucho.

Hasta ese momento no me había planteado viajes de naturaleza (siempre he sido muy urbanita) y ninguno (Noruega, Islandia, Suecia o Finlandia) estaba en mi lista de lugares a los que ir ya. Según le escuchaba hablar de Islandia, decidí que sí, que me iba. Me dijeron que fuera preparada para pasar mucho frío, que las noches son muy largas y hay pocas horas de luz pero, principalmente, que fuera preparada para ver naturaleza en estado salvaje.

Me dejó toda la información y me fui tranquilamente a una cafetería a revisarla, aunque la decisión ya estaba tomada. Pese a que sabía que iba a hacer bastante más frío, quise ir en noviembre porque la probabilidad de ver auroras boreales era más elevada (cuanta más oscuridad haya, mejor).

Parque Nacional de þingvellir (o Thingvellir), donde se encuentran las placas tectónicas norteamericana y euroasiática

Según pasaban los días, me iba informando sobre la ropa y equipo que tenía que llevar, leía sobre el país y me hacía a la idea de que el frío iba a ser de mil demonios. ¿Y qué?

En la agencia te aconsejan llevar en la mochila de mano ropa térmica por si te pierden la maleta y te quedas colgado con ropa “no polar” (no es ninguna tontería, hacedles caso, acordaros de lo que me ocurrió en Albania).

Cuando aterrizamos y cogimos el equipaje, nos montamos en el 4×4 y ya había nevado aunque, en ese momento, no tuvimos tiempo suficiente para notar el frío. Lo primero que hicimos fue ir a nuestro alojamiento a dejar las maletas y fuimos a comer por la zona del puerto. Primer contacto con el otoño islandés. A modo de resumen: si el otoño es así, ¿qué tipo de tortura es el invierno?

Desde ese momento, lo que nos encontramos fue nieve, capas de hielo en carretera y oscuridad. Amanecía sobre las 10 de la mañana y a las 5 de la tarde ya era noche cerrada. En esas horas, no hacía sol, el cielo estaba plomizo.

Amanecer en la península de Snaefellsness

Las temperaturas eran de susto o muerte: en ningún momento estuvimos en positivo, todo fueron varios grados bajo cero, con sensación térmica de varios grados menos. Pero eso no nos frenó. Podría haber ido en verano, cuando se puede dar la vuelta completa a la isla y, aunque es algo que tengo pendiente, no es lo mismo. Era la primera vez que veía naturaleza de esa manera y, ni que decir tiene, que volví como loca.

Y, cuando me quitaba las manoplas de esqui para manejar mejor la cámara con los guantes térmicos, ¡eso es dolor! Lo que todavía no termino de entender cómo me han podido salir fotos buenas si apenas te molestas en poco más que enfocar y darle al botón. Supongo que el decorado hace mucho. O todo.

Tengo que reconocer que, el momento en que peor lo pasé, fue el camino hasta Svartifoss, la catarata enmarcada entre columnas basálticas hexagonales. El sendero para llegar es fácil, pero cuando la temperatura ronda los -5º, con una sensación térmica de unos -10º y, encima está nevando, la situación cambia completamente. Además, hay que tener en cuenta que la ropa impermeable soporta hasta un determinado número de litros de agua, así que, cuando se me empezó a mojar el cuello de la parka, tuve un problemilla que, por suerte, se me olvidó al llegar a nuestro destino. Qué pena que la calidad de las fotos que pude hacer no esté a la altura del lugar.

Catarata de Svartifoss

Me volví a acordar del problemilla cuando volví a la furgo y, según pasan las horas, no se seca. Por suerte, en el albergue en el que nos alojamos esa noche, había radiadores (algo raro porque suelen tener calefacción radiante) y pude secar la parka. ¡Qué todos los problemas sean esos!

Pese a la dureza del lugar, los resbalones en el hielo o que el día acabara pronto, volvería sin dudarlo.

Y, como a veces hay situaciones en las que todo es blanco o negro, pasé del frío extremo al calor seco absoluto. En julio del año siguiente recorrí Uzbekistán.

El país era un sueño hecho realidad y los circuitos que se organizan en Semana Santa me iban a saber a poco. Teniendo en cuenta, además, que este viaje de dos semanas sólo se organiza en verano, no me quedaba otra que ir en esa época. Vaya…

Me aconsejaron mejor julio que agosto porque las temperaturas son ligeramente más bajas y, por suerte, aunque los uzbekos son de tradición musulmana, no son practicantes, no es necesario tanto recato a la hora de vestir. Conviene recordar que no es Europa, los escotes minifaldas o pantalones muy cortos mejor dejarlos para otros destinos.

Puesto de ropa en el mercado de Tashkent. No pasas desapercibido pero sí estás más integrado

Llené la maleta de ropa ligera, sandalias y sombrero y allá que fui. No voy a engañar: el calor es espantoso. Los que vivimos en el centro de la Península conocemos el calor seco, por lo que estamos acostumbrados, aún así, temperaturas que se mueven en torno a los 45º hacen que todo se mueva a otra velocidad.

Las visitas comenzaban pronto, muy pronto, por la mañana y terminaban con la comida. Muchos de los días, la tarde era libre. En algún momento hicimos amago de salir por nuestra cuenta, pasear por los zocos, ir a alguna tetería, pero el calor a esas horas nos quitaba los planes de la cabeza. Muchas de las tardes, terminamos recluidos en nuestras habitaciones de hotel. Reconozco que me volví con cierto sabor agridulce por no haber podido sacar más provecho.

Para mí, el peor lugar de todos, fue el mar de Aral. Situado en pleno desierto, cerca de la frontera con Kazajistán, el termómetro marcó 50º. Os aseguro que llega un momento en que da igual que haga 45º o 50º: el calor es insoportable.

El «mar» de Aral. No busquéis agua, no hay

Eso sí, a ninguno de los que íbamos nos quitó las ganas de pasear por la zona y subirnos a los restos de los barcos.

Para llegar a Moynaq, la puerta del mar de Aral, tuvimos que volar internamente desde Tashkent hasta Nukus. Allí nos alojamos dos noches y ya comprobamos lo inclemente que puede llegar a ser el calor.

Visitamos el museo Igor Savitsky, una de las principales colecciones de arte de la antigua URSS y, para llegar a él, tuvimos que coger aire y atravesar la oda al hormigón que es la plaza en la que está situado.

Cruzar la plaza para llegar al museo de Igor Savitsky sí que es amor al arte

Por la tarde, nos sentimos valientes para visitar el mercado, dar una vuelta, interactuar con locales y comprar frutos secos. Un lugar cerrado, sin ningún tipo de refrigeración y que nos hizo sudar como nunca. Sólo podíamos pensar en salir y beber algo frío antes de darnos una ducha.

La última parada del viaje fue Samarcanda y, cuando los termómetros marcaban “sólo” 36º, lo festejamos. ¡A ver si nos íbamos a constipar con tanto cambio de temperaturas!

Y, contado todo esto, confesando que en las fotos salgo con la nariz roja en unas y con toda la cara roja en otras, ¿quién se apunta a lugares “para sufrir”? Nos esperan Groenlandia, Alaska, Cabo Norte, Irán o Egipto

Me gustaría terminar este artículo mencionando el calor que pasé en Vietnam, especialmente en Hoi An. El clima del país es subtropical y monzónico y, al calor húmedo, hay que añadirle varios grados más de sensación térmica. Mientras que, en Hanoi, Hue o Saigón lo conseguí sobrellevar, en Hoi An, no.

Museo de la Cultura Cham, en Da Nang, antes de mi lipotimia

Antes de llegar a esta ciudad, paramos en Da Nang donde visitamos las montañas de mármol y el museo de la cultura cham. Antes de entrar al museo, casi me caí redonda al suelo y tuve que entrar a sentarme con el ventilador en la cara. En Hoi An, después de terminar las visitas, teníamos día y medio libre. Había planeado apuntarme a alguna de las excursiones, pero dado el terrible calor, preferí quedarme en la piscina del hotel. Casi como los turistas anglosajones…

En Polonnaruwa, en el interior de Sri Lanka, uno de los principales yacimientos arqueológicos del país, la situación era similar a la de Nukus, añadido que, para entrar en un templo budista, aunque esté en ruinas, hay que descalzarse. Por lo menos podíamos llevar calcetines que no terminaban de impedir que el calor del suelo nos quemase las plantas de los pies.

Yacimiento arquelógico de Polonnaruwa, donde el arena y la piedra arden

En fin, qué duro es viajar…

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