Hace un tiempo hablaba de mi estancia con todos los gastos pagados durante 12 horas en uno de los aeropuertos de Moscú ya que perdí el vuelo de vuelta a Madrid, pero no siempre la suerte me ha dado la espalda y he conseguido salir airosa de situaciones más o menos similares.
La primera de ellas ocurrió hace muchos años, en el 2005. Cuando terminamos los exámenes de junio, nos fuimos tres amigas unos días a Alicante. Una de ellas era de allí y su familia tenía casa, además, coincidía con las fiestas de San Juan, por lo que la diversión estaba asegurada. Compramos los billetes de Renfe con bastante anticipo y sólo nos quedaba hacer todos los exámenes. Casi nada.
Cuando llegó el momento, salí de mi casa y cogí la línea 7 hasta Gregorio Marañón, donde habíamos quedado las tres para llegar a la estación de la línea 10. Plan sencillo en el que no debería haber ningún problema. Pues no. Las dos personas con las que iba tenían un problema bastante serio con la puntualidad y, aunque habíamos quedado a una hora, no estaban allí. Me estaba poniendo muy nerviosa: los trenes de Renfe son muy puntuales y, si lo pierdes, te aguantas. Tendrías que comprar un billete para uno posterior, en el caso de que haya plazas.

Ahí estaba yo, en el andén de la línea 10, intentando buscar cobertura para llamar o escribir y preguntar que dónde estaban (año 2005, apenas había cobertura dentro del metro y no existía whatsapp). No cogía señal, era imposible comunicarme con ellas. Los minutos pasaban, cada vez había menos tiempo para llegar a Chamartín, salir del metro, recorrer la estación, buscar el andén, enseñar los billetes y subirnos en el tren.
No sabía si subirme en el próximo y esperar en la estación, si irme yo sola a Alicante o, por el contrario, continuar esperando en Gregorio Marañón. Los minutos pasaban y mi corazón cada vez iba más rápido.
El siguiente metro entró en la estación y oigo “corre, Naike, sube”. Eran ellas dos, que llegaban corriendo. No me acuerdo si se disculparon por la tardanza, si hubo excusas o qué, pero las consecuencias que podríamos haber pagado eran elevadas. Y, por fin, llegamos a nuestro destino, aunque la vida nos tenía otra prueba preparada.

La noche anterior había llovido como nunca antes lo había hecho en Madrid. Eso supuso que muchas estaciones de metro estuvieran cerradas porque se habían inundado o, en el caso de la de Chamartín, se había caído parte del techo, un pasillo estaba inoperativo, con las luces apagadas y agua chorreando por las paredes. La mayoría de los que estábamos teníamos billetes de tren y no veíamos la manera de salir. Hubo gente que cruzó las vías para salir por el otro pasillo, con el peligro que entrañaba, ya que la circulación no se había cortado. Quedaban menos de 5 minutos y nosotras seguíamos allí. De repente, apareció una empleada de Metro, le explicamos la situación, y nos fue guiando por el pasillo, iluminándonos con una linterna. Al salir, subimos corriendo las escaleras mecánicas con la maleta en brazos y nos recorrimos así toda la estación de Chamartín. Llegamos gracias a que salió con 2 minutos de retraso.
Cuando por fin nos sentamos en nuestros asientos, respiramos aliviadas. Nos había caído barro por encima pero no habíamos perdido el tren.
Eso sí, ¡yo estaba a mi hora en Gregorio Marañón!
En 2019, cuando fui a Venecia con Noe, volvíamos a Madrid en lunes después de Semana Santa. Nuestro vuelo despegaba a última hora de la tarde, así que teníamos tiempo de levantarnos, desayunar, cerrar las maletas y darnos una última vuelta con calma. Como nos alojábamos en la isla del Lido, no queríamos estar yendo y viniendo en el vaporetto, por lo que buscamos unas consignas para maletas de las que proliferan en las ciudades en los últimos años. Las dejamos y nos fuimos a pasear, a disfrutar de la Piazza San Marcos con bastante menos gente, a comprar los últimos souvenirs y a comer. Decidimos volver a Cannaregio, nuestro barrio favorito, donde brindamos por una ciudad que nos había gustado más de lo esperado. Mientras comíamos, echamos cuentas de a qué hora teníamos que salir para llegar a tiempo al aeropuerto y, aunque íbamos bien, acordamos irnos moviendo. Teníamos que recoger la maleta, montar en el vaporetto hasta la piazzale Roma y ahí coger el autobús al aeropuerto. Como no facturábamos, sólo teníamos que pasar los controles. Pan comido. Hasta que dejó de serlo.

No sé qué pasó, pero nos vimos encerradas en un callejón con una multitud de gente que no se movía hacia ninguna dirección. ¿Acababa de llegar un crucero? ¿De dónde había salido toda esa gente? Intenté colarme adelantando por dónde podía, cada vez más nerviosa y agobiada. Pero no había manera. No soy consciente del tiempo que necesitamos para salir del embudo, pero pudo ser fácilmente media hora.
Cuando conseguimos escaparnos, fuimos a por las maletas, miramos el reloj y nos dimos cuenta de que nos quedaba menos tiempo del que pensábamos. Y no sólo por el atasco de gente: habíamos calculado el tiempo muy mal. Corriendo nos metimos en el vaporetto y aquello no avanzaba. Para los que habéis estado en Venecia, sabéis lo terriblemente lento que puede resultar. Es la manera perfecta de maravillarte con la arquitectura veneciana, pero cuando llevas prisa, como era nuestro caso, pensábamos en lanzarnos al agua y llegar nadando a la estación.
En el trayecto nos dio tiempo a cambiar el plan inicial: si cogíamos el autobús, teníamos muchas probabilidades de no llegar. La única opción era coger un taxi y pagar lo que nos pidiera. De mi experiencia en Moscú saqué no volver a decir “si llega a tiempo le damos 200€”, sino a poner el taxímetro.

Cuando llegamos a la estación, tuvimos suerte por primera vez en el día: había un taxi libre. Cuando le dijimos a la hora a la que despegábamos, no hizo falta añadir nada más, sino que él mismo pisaba el acelerador. Cuando llegamos, pagamos y salimos corriendo. Vamos gritando “scusi, scusi” a todo el mundo y, una vez más, la gente nos deja pasar, hasta que nos topamos con la policía. Al parecer, habían detectado algo raro en mi maleta y lo quieren comprobar. Según la estoy abriendo, me acuerdo del bote de una pasta para untar típica que he comprado. En qué hora… Digo a la policía que se lo quede y lo tire, mi vuelo vale mucho más, pero decide volverlo a meter en la maleta y me dice que me vaya.
De nuevo, “scusi, scusi” buscando la puerta de salida y, cuando la encontramos, nos está esperando otra sorpresa: hay overbooking. Con la experiencia que pasé en julio de 2014 yendo a Berlín en la que casi me quedo en tierra, hago el check-in online siempre, no me importa si facturo o no, o si voy a un destino al que no va nadie, yo hago el check-in y tengo mi asiento asignado.

En el mostrador, había esperando unas cinco personas, a la espera de que no se presentase alguien para poder embarcar. Mala suerte para ellas y estupenda para Noe y para mí: nos daban dos minutos más de plazo para llegar antes de asignar nuestros asientos. Cuando por fin nos sentamos, me entra un ataque de risa. No me podía creer que lo hubiésemos conseguido.
Pero, haber estado dos veces al borde del abismo no me vale, quería una tercera. En 2020, fuimos unos días en verano a las Rías Baixas con visita a las islas Cíes incluida. Es un Parque Nacional y el número de visitantes está restringido. La única manera de asegurarte la entrada es reservando el pasaje en una de las compañías de ferries que tienen la concesión oficial de la Xunta. Pero, como todos queremos ir, las reservas se gestionan con mucho anticipo, no queda otra que pasar por el aro y hacerlo.

Teníamos nuestros billetes, íbamos a visitar las Cíes hasta que Google maps decidió que no. Javi había mirado los distintos parkings en los lugares de los que parten los ferries y la mejor opción era dejarlo en Cangas. Como ya lo habíamos visitado, sabíamos que había espacio más que de sobra para aparcar. Para no pasarnos de listos, puse en GPS y, en búsqueda, sólo Cangas. Íbamos por carretera y llegó un momento en el que nos extrañamos: no recorríamos el mismo camino que la anterior vez. Veíamos que el tiempo pasaba y estábamos en mitad de la montaña, en una pequeña aldea que no conocíamos de nada. Si no nos presentábamos puntuales en el ferry, perdíamos el billete y sólo podíamos comprar otro para el siguiente, si había todavía billetes.
De repente, se me iluminó la bombilla: estábamos en Cangas, pero no en el pueblo, sino en el concejo y el maps nos había llevado al centro de éste. Sin demorarnos, cambiamos el destino a Cangas población y llegamos poco después. Entonces, se nos plantea otro problema: ¿dónde dejamos el coche? En el solar que habíamos localizado no podemos porque no tenemos tiempo suficiente para bajar al puerto, tenemos que intentarlo en el parking del mismo. Según estamos pasando por delante, grito “¡hay un sitio!” y, mientras que Javi va a buscar la entrada del aparcamiento rezando para que no se nos adelante ninguno, yo corro hacia la caseta de los ferries.

Allí me dicen que suelen ser bastante puntuales y que, en el caso que lo perdamos, hay vacantes para el ferry siguiente (no todas las reservas se tramitan por internet). La parte buena es que no nos quedamos sin visitar las Cíes; la mala, que nos puede salir por el doble de precio.
Por suerte, veo aparecer a Javi. Ha conseguido estacionar el coche en el hueco que habíamos visto y viene corriendo. Le digo que subimos en el siguiente barco y, una vez que nos sentamos, respiramos tranquilos.
Y, como me sigo sin conformar con tres sustos, quiero un cuarto. Eso sí, esta vez no dependió en absoluto de mí. Cuando fui a Albania en Semana Santa, nuestro vuelo despegaba de Barajas a las 6:00 de la mañana y hacíamos una escala en Frankfurt de unas tres horas antes de coger el segundo avión hasta Tirana. ¡Y eso que había jurado y perjurado que no cogería vuelos tan tempraneros! Bueno, que todos los males sean esos.
Con los ojos todavía cerrados, llego al aeropuerto y facturo la maleta. Me quedan dos horas por delante de no hacer nada y, sobre todo, de intentar no quedarme dormida (como viajaba sola, no había nadie que me diese un codazo en el caso de que empezaran a embarcar). Objetivo cumplido cuando dan las 7:30, ya sólo me queda dirigirme a la puerta de embarque. Todos haciendo cola hasta que, diez minutos antes del despegue y con las puertas aún sin abrir, nos comunican una de las peores noticas posibles: no han pasado las suficientes horas de descanso entre un vuelo y el siguiente de la tripulación y hay retraso. ¿Es que no hay más empleados? Tampoco nos dicen cuánto se retrasa y eso ya es un problema: tenemos un enlace en uno de los mayores aeropuertos de Europa, en el que hay que volver a pasar el control de pasaportes y equipajes de mano. La parte buena es que todos los del grupo que salíamos desde Barajas nos conocimos y pude pasar esas horas acompañada.

Hasta que anuncian por megafonía que se abre el embarque. A las 9 despegamos y nos avisan que van a intentar ir lo más rápido posible para evitar que se pierdan las conexiones. De hecho, la nuestra peligraba mucho y no sé si me tranquilizaba saber que había otro avión para Tirana ese mismo día a las 21:00. El día en Berat ya estaría perdido. Según pasaban los minutos, nos poníamos más nerviosos, Inma era la única que mantenía la esperanza. Pero, entre ese momento y el de recostarnos en el asiendo del siguiente avión, todavía quedaba un trecho que pasaba por trabajadores del aeropuerto esperándonos en la puerta con un cartel, correr por los pasillos hasta montar en un minibús, a toda prisa por las pistas pasando el control de pasaportes y llegando, por fin, a nuestro avión. Habían dado el aviso de que nos esperaran y sólo se retrasó 30 minutos, al fin y al cabo, no era culpa nuestra. Y lo conseguimos.
Al final, conseguimos aterrizar en Tirana unos 30 minutos más tarde de la hora prevista si todo hubiese ido bien. Sin embargo, nuestras maletas no lo consiguieron. No dio tiempo a descargarlas de uno y cargarlas en otro, así que llegarían en el próximo vuelo, a las 21:00, llegando a Albania a las 23:00. Nos dicen desde el principio que por la noche no nos las van a llevar al hotel, si acaso, al día siguiente por la mañana o en el siguiente hotel. Y yo que en la mochila de mano sólo llevaba la ropa de trekking. Aprendizaje número 1: en el bolso no facturada llevar siempre un par de mudas de repuesto.

Eso sí, mientras que desayunábamos en Barajas, los siete que salíamos de ese aeropuerto, planeamos pasar el día en Frankfurt. No recuerdo quién del grupo había estado y recomendaba el paseo y, lo más importante, conocía cervecerías buenas.
Estoy pensando en reclamar a Lufthansa una estancia en Frankfurt…
Venga, se abren las apuestas: ¿tendré un quinto susto? ¿O ya he aprendido la lección? ¿Habéis rezado todo lo que sabéis porque casi no llegáis?
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