Hace varios días que hablaba de las veces que el paraguas se negaba a quedarse en casa y se vino de vacaciones conmigo pero, ¿qué pasa si vas a un destino tradicionalmente lluvioso y no lo sacas de la maleta?
Pues sí, aunque parezca mentira, el sol me ha sonreído más de una vez.
Si os digo Londres, ¿qué es lo que se os viene a la cabeza? Autobuses de dos pisos, el Big Ben, el paso de cebra en Abbey Road, el Támesis. Sí a todo. Pero no nos engañemos, también pensamos en nubes grises, cielos encapotados, lluvia, paraguas. Pues en los seis días que estuvimos en la ciudad sólo llovió un rato de una tarde y nos pilló a cubierto, ¿me creéis?

Llevaba todo preparado desde casa: mejor botas altas que, si llueve, protegen más que las zapatillas o zapatos; un paraguas plegable y dinero por si me tenía que comprar otro (o dinero para cualquier otra cosa), un bolso que no pasa nada si se mojaba. Iba a Londres en abril, no podía contar con otra situación. ¿O tal vez sí? Menos mal que soy como Lou Reed y siempre llevo las gafas de sol encima…
El primer día, entramos en un pub a comer (fish and chips al ritmo de Blur) y, cuando salimos, nos encontramos todo mojado. El cielo se había desplomado en el tiempo que comíamos y no nos habíamos enterado de nada. Salimos por el Soho, Neil’s Yard y Covent Garden y, aunque no vimos el sol, tampoco volvió a llover. Ni en ese momento, ni en ningún otro.
Durante el resto de la estancia, el cielo se nublaba y despejaba pero, en general, las gafas de sol se convirtieron en mis inseparables compañeras. De hecho, hubo momentos en los que hacía calor y me tenía que quitar el chaquetón e ir solo con una camiseta. Ver para creer. El cambio climático da bastante miedo.

Menos mal que, viviendo en Europa, todos sabemos lo lluviosa que puede resultar esta ciudad porque si no, pensaría que me han engañado.
Y, ya que hablamos de Londres, pues nos acercamos también a Dublín. Esta vez, no voy a decir que luciese un sol radiante, porque no fue así, primero, porque estábamos a finales de octubre, lo segundo, porque, aunque llovió, nunca nos pilló por la calle, así que ni nos enteramos. Excepto a la llegada.
Al aterrizar, cogimos el autobús que conecta el aeropuerto con el centro de la ciudad. Como buenas turistas, nos subimos al piso de arriba y nos sentamos en primera fila. ¡Mi primera vez en un autobús de dos pisos! Aunque me temo que suena más glamuroso de que lo que ocurrió en realidad: caía tal manta de agua que no se veía nada. Desde la parada del autobús hasta nuestro hotel, había unos quince minutos andando que, con maletas de cabina, no sería mucho más, por lo que la idea inicial era ir a pie. Sobre la marcha la fuimos descartando porque, ya no es que nosotras nos calásemos, es que las maletas también y, consecuentemente, lo que llevábamos dentro. Pero los dioses de las tormentas se apiadaron de nosotras y dejó de llover cuando nos bajamos. Pudimos llegar andando al hotel y, lo único que se mojaron fueron las ruedas de las maletas.

El resto de días, sorprendentemente, si llovió, ni nos enteramos. Hacía un frío de mil demonios y, cada cierto tiempo, nos metíamos a un pub para entrar en calor pero, en este caso, el paraguas también se quedó en la maleta. Y, en mi caso, los que se quedaron en casa fueron los guantes. Seca, pero con las manos como carámbanos de hielo.
Cuando volvimos a sentir “el peligro” fue cuando visitamos Kilmainham Gaol. El paseo desde el centro de Dublín es bastante considerable y, en el mapa que llevábamos, lo situaban más cerca de lo que en realidad está. Nos imaginábamos un paseo de unos 20 minutos como mucho. Pues no, fácilmente fue el doble de tiempo bajo un cielo que no nos quería perdonar no haber cogido el autobús. Por suerte, al final mostró un poco de caridad por nosotras y llegamos sanas, salvas y secas.

Por otro lado, visitamos también la fábrica de Guinness y, los que habéis estado ya, sabéis que la entrada incluye una pinta en el bar mirador de la última planta. La fábrica de por sí está en alto, así que las vistas de la ciudad son maravillosas y, si le añades que las nubes se abren y luce un sol precioso, no te puedes creer lo que está sucediendo. ¡Gracias dioses de las tormentas!
El verano pasado, nos fuimos en agosto un par de semanas por el País Vasco y, aunque no vimos mucho sol, tampoco nos mojamos, excepto en Bermeo, donde nos pusimos a cubierto para pintxotear. Sí, lo sé, el Norte es lo que tiene, he veraneado allí casi toda mi vida y es una lotería.
De hecho, en todo el recorrido sólo llovió en Bermeo, como acabo de decir, y una mañana en Bilbao. Los demás días, nada de nada. Eso sí, el solecito no lo conocimos.

Para los que no vais al Norte: no vayáis, hace frío, llueve mucho y el agua del mar está congelada.
Para los que vais al Norte: ¿cuántos veranos de tiempo estupendo habéis tenido? Yo, unos cuantos y con el agua del mar refrescante.
El verano pasado, mientras que una ola de calor azotaba la Península, sólo los afortunados que viven de la Cordillera Cantábrica para arriba estaban a gusto. ¿Os imagináis un agosto en el que no sudas y puedes dormir tapado? Suena a porno del bueno. Y ese es el principal motivo por el que busco vacaciones en esta zona. El Mediterráneo, mejor en septiembre.