Comidas y contratiempos viajando por Europa: casi me quedo sin comer

Continúo fiel a la esencia de abuela cebolleta que tiene Descalzos por el mundo contando mis aventuras y desventuras estando de viaje y, ¿qué mejor conjunto de batallitas que narrar cuando llegas por los pelos al restaurante y comes porque has caído bien al camarero?

Si la historia comenzó con todo el periplo en el País Vasco en el que parecía que nos negábamos a aprender, tiene que continuar por aquellos lugares en los que me ha pasado algo similar.

Ajustaros la servilleta como babero y coged los cubiertos que empezamos.

Estás en Oporto y comes pizza

Bacalao, sardinas, francesiñas… pues no, en la primera noche que pasamos en Oporto no comimos nada de estas delicias típicas, sino pizza y dando gracias.

El día anterior a nuestra llegada ya consiguió que nos enfadásemos con el universo. Era sábado 13 de agosto, estábamos en el Portugal vaciado y casi nos quedamos con el estómago de esa manera.

Por lo menos, la vida se apiadó de nosotros en Vila Real en forma de casa de comidas que había vivido su éxito gastronómico años atrás. Ni tan mal. Todo hay que decirlo: comida casera, buena y excesivamente abundante. Y gracias. Porque la cena… vamos, que no hubo cena. Teniendo en cuenta la decepción que supusieron Pinhão y Paso da Regua, hubiese mejorado algo la situación el haber encontrado cualquier sitio en el que sirviesen comida. Lo que fuera con tal de comer.

No estoy segura, pero creo que los nenúfares de los jardines del Palacio de Cristal de Oporto no se pueden comer

Llegamos a Oporto un domingo 14 de agosto (toma ya) y paramos a comer en un restaurante de platos combinados que no quedaba lejos de nuestro hotel. Comer, comimos, pese a que no era lo que teníamos en mente al ir a Portugal. En resumen, estábamos más enfadados que una mona.

Para esa noche, habíamos intentado reservar en un sitio en pleno centro y que, para nuestra desgracia, dijeron que no reservaban, que estuviésemos pronto. ¿Pronto? ¿qué es pronto?  

Pues, por nuestra experiencia, se ve que no es lo que hicimos nosotros: nos plantamos allí antes de las 20:30 y ya había gente cenando. Por cierto, la mayoría tenían aspecto de algún país situado al norte de los Pirineos. Me temo que contra esos horarios no podemos luchar.

Esperamos pacientemente en la fila durante más de media hora y, cuando casi nos iba a tocar, ¡se hizo la magia! Sin embargo, no para nosotros: acababa de llegar de nuevas una pareja con dos niños a la que decidieron dar preferencia.

Pues nada, no tuvimos que esperar mucho más, pero no porque nos tocase, sino porque salió la encargada para indicar que no cogerían a nadie más: al parecer, se habían quedado sin comida en cocina y tan solo eran las 9 de la noche. Mal vamos.

También podemos comprar un montón de latas de conservas, muy cuquis, eso sí, y alimentarnos

Sin tiempo para pararnos a pensar qué hacer, nos tenemos que mover: estamos en una calle peatonal del centro de Oporto, llena de restaurantes y terrazas, con gente deambulando y buscando dónde cenar, además de todos los que estaban detrás de nosotros y que se acaban de quedar colgados.

En una decisión rápida, nos alejamos porque el percal es el mismo en varios metros a la redonda. Intentamos salir de una zona tan turística y, sin darnos cuenta, estamos en la parte que se encuentra entre el Palacio de la Bolsa y el río Duero y, entonces, la vemos: una pizzería con mesas disponibles.

Aceleramos el paso, preguntamos al camarero si nos podemos sentar a cenar y, en menos de lo esperado, ya estamos revisando la carta. Y menos mal porque, detrás de nosotros, llegaron unas cuantas personas más y no hubo sitio para todos…

En esta ocasión sí que aprendimos la lección y, para el resto de días que estuvimos en Oporto, ¡llamamos para reservar comida y cena!

Le caemos bien al camarero de Glasgow y se sienta con nosotros a la mesa

Soy perfectamente consciente de que los horarios de comida en España sólo se tienen en España. Ni en países con un estilo de vida similar al nuestro, como Italia o Portugal, se come o se cena tan tarde como se hace aquí, por lo que, si pones un pie fuera del país, me temo que vas a tener que acostumbrarte rápido a los nuevos horarios.

Para comer, no tengo problema: además de ser de estas personas que prefieren hacerlo pronto, el turismo y estar de aquí para allá, me suele dar bastante hambre, así que si hay que sentarse a la mesa a las 12:30, adelante.

Pero las cenas, no sé por qué, son otro cantar. Todo lo que sea antes de las 9 de la noche, me cuesta un mundo. Puede ser que mi estómago no esté acostumbrado a ese cambio o porque no llevo muy bien comer y cenar fuera el mismo día, el caso es que se nos hace tarde y luego te llevas la sorpresa que no debería sorprender: han cerrado cocinas o el restaurante o te miran extrañado porque aún no has cenado.

Cuando recorrimos Escocia, aunque llevábamos tatuados los horarios locales de las comidas en la cabeza, no siempre se puede llegar antes de las 20h a cenar. Estando en Glasgow, queríamos ir por el oeste del West End, donde teníamos apuntadas un par de direcciones.

La estatua del príncipe Alberto en Glasgow lo sabe: hay que cenar mucho antes de las 20h

Pese a que nos habíamos puesto las pilas, ya había pasado la hora de las brujas, es decir, la de las 20h, con lo cual, nos teníamos que encomendar a todos los dioses de la mitología celta para no volvernos al hotel con el estómago vacío.

Llegamos al primer sitio de la lista. Mala suerte: justo ese día la cocina cerraba y sólo funcionaba como coctelería. Bueno es saberlo por si teníamos que pedir un Bloody Mary y querer pensar que es sopa de tomate.

Nos vamos a la otra dirección, justo en frente. Entramos con cara de susto y el camarero percibe nuestro miedo. ¿Tienes mesa para dos? Mira la hora y frunce el ceño. Mal asunto. La cocina acaba de cerrar si pedís en dos minutos, os siento.

Tardamos más en quitarnos las chaquetas que en pedir, entre otras cosas, porque entendemos que el personal de cocina también tiene un horario y a nadie le gusta hacer horas extra, y menos aún por dos turistas despistados.

Javi se pide una hamburguesa y yo unos noodles de cerdo (lo he mirado en mi diario de viajes, no tengo tan buena memoria) que nos saben riquísimos, creo que porque sabíamos que no teníamos alternativa. O quizás porque lo estaban. Ya he mencionado alguna vez que, en general, en Escocia comimos bastante mejor de lo que esperaba.

Cuando terminamos, el camarero se nos acerca y nos pregunta si nos ha gustado la cena. Contestamos que sí y le volvemos a dar las gracias por dejarnos pasar. Responde que nos entiende porque sabe que los españoles solemos cenar bastante más tarde. Y así comienza la charleta. Preguntas típicas que nos hicieron unos cuantos escoceses: ¿de qué parte de España sois? ¿Cuántos días lleváis de viaje? ¿Qué habéis visto? ¿Qué más vais a ver? ¿Os está gustando? ¿Qué opináis de los escoceses?

Cuando nos queremos dar cuenta, ha cogido una silla libre de la mesa de al lado y se ha sentado con nosotros. Y ni tan mal. Una charla con gente tan simpática y amable se agradece. La pena es que tiene que terminar de recoger, así que dejamos una buena propina y le pedimos que diga a cocina que hemos cenado muy bien y que gracias por atendernos a esas horas.

Ahora sí, nos vamos a la coctelería de enfrente a rematar la noche, que para algo estamos de vacaciones.

El Wiener Schnitzel es uno de los platos nacionales de Austria que casi no probamos

Todos sabemos que la gastronomía no es el punto fuerte de muchos países del centro de Europa. En concreto, en Austria, el Wiener Schnitzel es uno de los platos más conocidos. Es un escalope de toda la vida, es decir, un filete, normalmente de ternera, muy fino y empanado, que se suele servir con patatas fritas. Además, tiene las dimensiones de una sábana de cama de matrimonio.

Cuando Javi y yo visitamos Viena, sabíamos que no íbamos a deleitarnos con la comida, por lo que, con evitar las cadenas de restaurantes de comida rápida, teníamos más que suficiente. Sabiendo que el Wiener Schnitzel es un plato casi casi nacional, pues había que probarlo.

Si no encontramos un Wiener Schnitzel a buen precio, podemos pescar en alguna de las fuentes de Viena

Mirando por internet, di con un restaurante recomendado que quedaba más o menos cerca del Palacio de Schönbrunn. El planning de ese día era visitar por la mañana el palacio y después ir a comer a este restaurante. Se trataba de un pequeño negocio familiar y tardábamos andando unos 15 ó 20 minutos.

El planning comenzó a fallar cuando llegamos a la entrada del palacio, con nuestro Viena Pass y nos dijeron que, debido a la alta afluencia de visitantes, teníamos que reservar hora de entrada. Mal vamos. Volvemos a la taquilla y nos dieron para dos horas más tarde, por lo menos, es en el mismo día, así que decidimos cambiar el orden de las visitas: primero los jardines y después el palacio.

Cuando salimos, se nos había echado la hora bastante encima. Parece que se avecina un problema.

Para los que no conocéis Viena, el Palacio de Schönbrunn está retirado del centro, aunque se llega en metro y por los alrededores no hay nada. A un rato andando, hay zonas habitadas, barrios periféricos y residenciales, con lo que no puedes dar por sentado que vayas a encontrar restaurantes. Eso o vuelves a coger el metro y regresas al centro.

Pues nada, nos ponemos en marcha, con el móvil en la mano guiándonos hasta nuestro destino. Bendito roaming porque, si no, no hubiésemos llegado nunca.

Y, al llegar, vemos que el cierre está bajado con un folio como cartel que indicaba algo. No nos molestamos ni en buscar la traducción. Nos daba igual que tuvieran una gotera, que se habían cogido el día porque se casaba el primo de Salzburgo o que hacía un día demasiado bonito como para trabajar. Estaba cerrado y punto.

Tenemos un problema: no hemos pasado por ningún sitio más que pareciera un restaurante o tienda de alimentación. Lo único que se nos ocurre es ir a la parada de metro más cercana, en la que parece que sí que hay algún kebab y comer allí y, si en el camino encontramos algo que nos llame la atención (fácil comparado con la idea del kebab), nos metemos.

Confieso que fue más el susto que otra cosa porque, en cuanto empezamos a subir por la calle de camino a la estación, en la acera de enfrente vimos un pequeño restaurante que estaba abierto, con una pizarra en la puerta en la que anunciaba el Wiener Schnitzel a un precio que nos parecía más que justo, sobre todo comparado con los que hay por el centro.

Visitando los jardines del Palacio de Schönbrunn con absoluta tranquilidad (y sin saber lo que nos esperaba)

Nos asomamos y vimos que había otros clientes, con aspecto de parroquianos. Es eso o nada. Pues eso.

Estaba regentado por un matrimonio de mediana edad que apenas hablaba inglés y el local era un viaje en sí mismo: forrado todo en madera, con posters de hace varias décadas. Desprendía autenticidad setentera por los cuatro costados. Nos tuvimos que entender por gestos y con nuestro alemán macarrónico y, cuando vinieron los dos filetes, nos quedamos alucinando: con uno para los dos hubiésemos tenido más que suficiente.

Poco después, entró otro grupo de turistas. Al matrimonio les arreglamos la caja del día.

El filete estaba delicioso, las patatas fritas eran caseras y fui incapaz de terminarlo. Se ofrecieron a envolverlo en papel de aluminio, pero no íbamos a tener ocasión de comerlo, además, se quedaría frío. Se agradece ese tipo de amabilidad, especialmente, cuando intentaron contarnos con pocas palabras en español que habían veraneado unas cuantas veces en nuestro país.  

Pagamos y nos fuimos con el estómago lleno y el grato recuerdo, dando gracias, una vez más, al destino por guiñarnos un ojo de vez en cuando.

No tengo la más mínima duda que habrá anécdotas para una segunda parte.

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