Cataratas del Niágara y costa Este de EE.UU.

Contaba hace varios meses cómo surgió la idea de viajar a Nueva York junto a un grupo de amigas. El viaje no se quedó sólo en la Gran Manzana, sino que estuvimos una semana más, dedicando un día a las cataratas del Niágara y, el resto de días, a un road trip por la costa Este.

Lo llevábamos todo planificado desde casa o, mejor dicho, casi todo y es que hacer un road trip sonaba bastante más romántico que lo que realmente fue. Pero empecemos por el principio.

Las cataratas del Niágara son un conjunto de cataratas, con una caída de unos 50 m, por lo que no son, ni de lejos, las más altas del mundo, pero sí tienen mucha amplitud (675 m en el lugar más ancho) y un caudal que supera los 2.800 m3 por segundo. Además, son frontera natural entre EE.UU. y Canadá, uniendo los Grandes Lagos de Erie y Ontario. Se encuentran, al igual que la ciudad de Nueva York, en el estado de Nueva York, por lo que llegar allí es fácil. Me hubiese encantado hacerlo en coche, recorriendo campos otoñales (viajé en octubre), granjas y pueblos de los que nunca había oído hablar pero, por falta de tiempo, fuimos en avión.

Compramos un billete de ida y vuelta en el día hasta el aeropuerto de Buffalo. Vuelo rápido y sin contratiempos en un avión pequeño, aunque al aterrizar, nos dimos de bruces contra la realidad, ya que el autobús que une el aeropuerto con la ciudad de Niágara no tenía horario fijo ni era frecuente y, justamente, se acababa de ir uno, sin saber cuándo llegaría el siguiente. La única opción que nos dieron fue coger un taxi y, al ser un trayecto interurbano, os aseguro que no fue nada barato. A pesar de que íbamos cuatro amigas, la primera puñalada se notó en el monedero.

Las cataratas desde la orilla estadounidense

Recorrimos la ciudad de Buffalo y, sinceramente, no recuerdo absolutamente nada, creo que son este tipo de lugares a los que lo raro es ir. En unos 40 minutos llegamos a nuestro destino y, en ese momento, se nos olvidó todo. El fuerte viento conseguía que lo malo se fuese, el ruido del agua no dejaba oír, las vistas lograban que no pensaras en nada más.

Nos asomamos a las barandillas con cuidado, porque todo alrededor está mojado, además, subirse para hacer fotos está prohibido (aunque la gente lo hace) debido a que es muy fácil resbalarse. Y, si ver las cataratas desde el lado estadounidense es una maravilla, desde la orilla canadiense lo es mucho más.

Se puede cruzar al otro lado a través de un puente, ya sea andando o en coche y, de verdad, las vistas son asombrosas, de las que no se olvidan.

Nos subimos en el barco Maid of Mist, el famoso barco que se acerca hasta casi la caída del agua. Nos dieron unos ponchos de plástico y, pese a que intentamos situarnos en la proa del barco, no hubo manera. Fue imposible hacer ni una sola foto debido a la cantidad de agua que había. Los recuerdos se quedan en mi memoria.

Y desde la orilla canadiense

Me hubiese gustado también ir a The Cave of the Winds, es decir, llegar hasta los mismos pies de la catarata para sentirla mucho más. Pero no pudo ser, lo que tiene viajar con más gente.

Volvimos al aeropuerto con una sonrisa en la boca, sabiendo que lo que habíamos visto no lo íbamos a olvidar y pensando que, pocas horas más tarde, recogíamos el coche de alquiler para iniciar un viaje totalmente distinto.

La mañana siguiente nos metimos en carretera rumbo a Boston y, según el GPS, tardábamos menos de 5 horas. Estupendo, comeríamos por el camino, llegaríamos a nuestro destino a primera hora de la tarde, buscaríamos un hotel y dedicaríamos el resto de la tarde a conocer la ciudad. Es lo que habíamos decidido: éramos unas modernas Thema & Louise, no necesitábamos reservas de hoteles, todo sobre la marcha, que es más divertido.

Bueno, la diversión se fue acabando pronto porque tardamos casi 8 horas en llegar. Es verdad que a la entrada de la ciudad había muchísimo atasco, pero no estaba justificado tardar casi el doble de tiempo. ¿Qué es lo que había pasado? Sinceramente, no lo sé. Paramos en un McDonald’s de carretera para comer y no nos llevó mucho tiempo y, cuando nos quisimos dar cuenta, era de noche y estábamos en el parking de un supermercado decidiendo qué hacer. Estábamos en 2011 y no había tantas facilidades de móviles e internet a la hora de viajar. No sé cómo, llegamos a un hotel que estaba muy a las afueras de la ciudad. Preguntamos en la recepción y nos dieron unos precios que nos hicieron caernos de culo. Dijimos que no y fuimos a buscar otra cosa. Spoiler: no encontramos nada y volvimos al hotel. Cogimos una sola habitación con dos camas tamaño king size que, para las cuatro durante dos noches, era más que suficiente y, además, nos salía más barato.

Comentaba que el hotel estaba lejos del centro, en la parada de metro de Braintree y, aun así, facilitaban un servicio de transporte hasta el alojamiento. Nos dijeron que llamásemos a la hora que fuera porque era un servicio 24 horas y nos vendrían a buscar al metro.

Premio para quién encuentre la estación de Braintree

A la mañana siguiente, nos levantamos, desayunamos y ahogamos nuestro gozo en un pozo: estaba jarreando agua como si no hubiese llovido nunca. Como ya conté en Cuando la lluvia te persigue, el día quedó prácticamente arruinado, no obstante quedarse en la habitación no era una opción. Salimos y vimos lo que pudimos.

La belleza del Boston Common, el parque público más antiguo de EE.UU., la capilla del Rey y el cementerio adyacente, donde se encuentra la tumba de Mary Chilton, la primera persona que desembarcó del Mayflower, el bar de Cheers y, lamentablemente, poco más en concreto. El resto, se redujo a pasear con paraguas ya que la lluvia insistía en acompañarnos. Agravado por el hecho de que una de las que venía se negaba a usar paraguas y terminó calada. Después de comer y de intentar secarse con el secador de manos del baño, los ánimos no estaban para mucho y, aunque me hubiese gustado pasar la tarde en alguno de los muchos museos, mi propuesta no fue aceptada y terminamos en una terraza cubierta simplemente charlando.

El Boston Common

Y así es como fue mi día en Boston. Adiós a recorrer el Freedom Trail, a conocer los encantos de una de las ciudades más bonitas y con más historia del país, a visitar el puerto o el M.I.T., ni siquiera a acercarnos a Salem. Cuando nos cansamos, llamamos al hotel para que nos fuesen a buscar a la parada de metro y el día se acabó.

Apenas tengo recuerdos de ese día, entre otras cosas, porque no era consciente de lo que estaba viendo. Paraguas, bolso, cámara y guía al mismo tiempo es difícil de manejar. Al final, la guía en el bolso para que no se moje y las fotos justas.

Al día siguiente, mientras que poníamos rumbo a Washington bajo el sol, tenía en los labios un sabor muy amargo que todavía me dura. ¿Cuándo volvemos a Boston?

La siguiente y última parada del viaje, Washington estaba lejos, a ocho horas en coche, atravesando lugares de los que sólo se ven en las películas, como Wilmington, Delaware o Baltimore.

Recuerdo de Baltimore

Una vez más, paramos en un McDonald’s de carretea para comer y, una vez más, llegamos a la ciudad sin alojamiento y, para no perder la costumbre, nos costó encontrar algo.

Washington es una ciudad política. Llena de políticos, empleados federales, abogados, militares y periodistas. ¿Qué significa esto? Que entresemana está atestada y es complicado conseguir alojamiento mientras que los fines de semana son más relajados. En cualquier caso, nos vimos de noche, dando vueltas sin saber a dónde ir, con la chica que conducía cada vez más nerviosa y yo imaginándome durmiendo en el coche. Y, una vez más, el destino se puso de nuestra parte: pasamos por delante de un hotel, paramos para aparcar y justamente tenían una habitación para todas nosotras. Sinceramente, creo que un día de estos se me va a acabar tanta suerte…

Antes de continuar, me gustaría contar una curiosidad sobre esta ciudad que, seguramente, ya sabéis. Washington no pertenece a ninguno de los estados federados y sus vecinos no tienen representación con derecho a voto en el Congreso y, sólo desde 1961, tiene derecho a voto en las elecciones presidenciales.

No se puede negar que es una ciudad muy bonita y agradable para pasear. Perderse por algunas de las calles más residenciales viendo casas familiares de ensueño es algo recomendable, sin embargo, no hay que quedarse con la portada ya que en la ciudad hay unos índices de pobreza muy elevados.

Casas de ensueño en Washington

Al día siguiente, salimos a explorar y nos dirigimos al monumento a Lincoln, nos situamos frente al Mall, esa avenida de 3,5km, donde Martin Luther King pronunció la famosa frase “I have a dream” y comenzamos el paseo. Es imposible verlo todo. A nuestro paso iban saliendo los monumentos funerarios a los caídos en todas las guerras en las que ha participado EE.UU. Además, la enorme cantidad de museos perteneciente a la Smithsonian Institution. Museos de todo tipo, la gran mayoría gratuitos, a los que se debería dedicar muchos días y, por desgracia, nosotras no los teníamos. Como queríamos visitar uno, escogimos el Museo Nacional del Aire y el Espacio.

Lugares para la Historia

Este museo es una de las atracciones más populares de la ciudad y alberga objetos como el primer avión con el que se dio la vuelta al mundo sin escalas, una réplica del Sputnik o la primera cápsula del Apollo. Y, también, un trozo de piedra lunar que el Apollo 17 trajo a la Tierra y que ¡se puede tocar! No es mi temática favorita, pero reconozco que el museo es una maravilla y es muy recomendable dedicarle un par de horas, aunque se podría estar muchas más.

Para mi próxima visita a Washington, me tengo que estudiar el resto de museos de la Smithsonian y pernoctar algún día más, y voy avanzando que el Museo Nacional de los Indios Americanos tiene muchas papeletas ganadoras.

Museo Nacional del Aire y el Espacio

A nuestro paso nos cruzábamos con grupos de veteranos de las distintas guerras que visitaban los monumentos conmemorativos. Sabíamos que eran veteranos porque ellos mismos lo indicaban con pancartas o parches cosidos en su ropa. Me sorprendió el memorial a la Guerra de Corea en el que estatuas de militares cubiertos con las capas que hemos visto tantas veces en películas estaban entre la vegetación. También el de la II Guerra Mundial, un estanque rodeado por monolitos de granito, uno por cada Estado.

Y andando llegamos hasta el Capitolio y, desviándonos un poco a uno de los edificios que más sale en televisión: la Casa Blanca.

Después de comer nos acercamos en metro hasta el Pentágono, pero un militar de 2×2 nos quitó la idea. Simplemente, se acercó a nosotras con una sonrisa y un rifle de asalto (o algo así porque no entiendo de armas) y nos dijo que no deberíamos estar allí, que lo único que se podía visitar y fotografiar era el memorial a los caídos el 11-S. Como para no hacerle caso…

Esa misma noche, la última antes de volver, fuimos a cenar (otra) hamburguesa, salvo que ésta fue diferente: nada de McDonald’s, sino un sitio casero y con ambiente universitario y en el que el camarero nos pidió los carnets antes de traernos la cerveza. ¡Oh yeah!

Para ser sincera, aunque Washington es una ciudad que me gustó más de lo que pensaba, me vine con la idea de que es de cartón piedra. Y es que, por muy bonitas que sean esas casas blancas con un pequeño jardín en la entrada, los memoriales lustrosos y museos cada 2 metros, nunca he visto tantos sintecho. Multitud de personas pidiendo en la calle, muchos de ellos mutilados, con carteles indicando en qué guerra habían luchado. Me choca que un país que asegura honrar a sus veteranos y que proclama su orgullo hacia ellos, les deje en el absoluto olvido. Si no la habéis visto, os recomiendo Nacido el 4 de julio, que creo que ilustra muy bien esta situación.

A la mañana siguiente, volvimos al coche y regresamos a Nueva York. Teníamos un viaje de varias horas por delante antes de coger nuestro vuelo y no nos podíamos arriesgar a perderlo.

Y el Capitolio de postre

Este fue el primer gran viaje que hice y lo disfruté como una enana y, lo principal, es que tengo unas ganas locas de volver.

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