Cinco amigas y una semana en Nueva York. Decidimos salir la noche del viernes, eso no se podía perdonar. Después de un día agotador de turismo (¡qué duro es viajar!), nos duchamos y cambiamos de ropa y nos vamos a una coctelería cerca de Times Square. No tengo ni idea de por qué elegimos ese lugar, supongo que porque había que elegir uno. Y, estando en Manhattan, ¿qué pides? Pues Manhattan para todas. Creo que no me tomé ni la mitad porque no me gusta el whisky.
Estábamos tan entregadas a nuestra charla que, sin darnos cuenta, se acercaron un par de chicas. Se presentaron y nos dijeron que eran canadienses y que estaban pasando unos días en la ciudad. Y aquí empezó la historia. Voy a contar lo que entendí que nos dijeron: les había tocado en un sorteo pases VIP para un desfile de ropa interior masculina de Calvin Klein. Ellas eran dos y no querían ir solas, así que, como vieron que éramos unas cuantas, nos lo ofrecieron.

¿Desfile de ropa interior masculina? ¿Pases VIP? ¿Sorteo? ¿Soy yo o hay algo que no termina de cuadrar?
Entonces, nuestro grupo se dividió entre las que aseguran que eso sólo puede pasar en Nueva York y no podíamos desaprovechar la oportunidad y a las que decíamos que algo olía a podrido en La Gran Manzana. Sinceramente, la situación no me convencía nada, por mucho que fuese Nueva York, viernes noche, canadienses de farra o modelos de ropa interior masculina. ¿No van a esos saraos Sarah Jessica Parker o Kim Kardashian? ¿Qué pintábamos nosotras?
De repente, me vi trabajando en un burdel de la Península del Labrador, o en cualquier sitio del Norte canadiense en el que hay poco más que hielo. ¿Soy la única que pensó en la trata de blancas?
“Que síííí… que somos muchaaaas, que vamos cinco, ¿Qué nos puede pasar a todas yendo tantas juntas?”. Lo que tiene la democracia, terminé cediendo. Las canadienses se despidieron de nosotras, emplazándonos para la noche siguiente en un determinado lugar y dándonos sus tarjetas de trabajo. Pertenecían a la Administración Pública. O eso decían…

El sábado seguimos de turisteo y, dado que es una ciudad tan grande, no nos dio tiempo a pasar y cambiarnos y nos plantamos en el lugar acordado con la misma ropa con la que habíamos recorrido las calles. Salvo que el sitio en cuestión no era una tienda de Calvin Klein, ni ningún espacio en el que se pueda hacer un desfile de modelos. El sitio en cuestión era una discoteca de boys y teníamos mesa en primera fila.
Por lo menos, la visión del burdel canadiense se evaporó.
Cuando entramos, todo estaba oscuro, nos sentaron en una mesa redonda a pie de escenario y, por ser pase VIP, nos trajeron unos “cosmopolitan”. Y lo pongo entre comillas porque los sirvieron en vaso de plástico y eran de tamaño de bolsillo. A continuación, nos comunicaron que el pase VIP incluía que una de nosotras subiese al escenario en los números en los que se requería al público. En ese momento, no me acababa de creer lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo vas a Nueva York y terminas en un boys sin haberlo planeado antes?

Bueno, basta de preguntas y de dudas existenciales y vamos a entregarnos al frenesí.
Nunca había ido a un boys ni he vuelto a ninguno, por lo que no sé si lo que ocurrió allí es normal pero, a mí, me resultó demasiado hardcore. Chicos que se quitaban toda la ropa que se podían quitar, es decir, toda; otros que se paseaban por las mesas y, por un billete de 10$ podías meter la mano por dentro de su pantalón y, si el billete era mayor, te llevaba a un lugar más “tranquilo” a susurrarte en el oído. Por favor, de manera anónima, que alguien confirme si es lo “normal” en un local así.
Venga, ahora vengo a aguar la fiesta: si metías la mano en el pantalón, sólo tocabas billetes y, si te ibas a un lugar más tranquilo, lo que te susurraban al oído eran preguntas del tipo: ¿de dónde eres? ¿cuántos días estáis en Nueva York? ¿Dónde vais después? O, al menos, eso es lo que me han contado…

Creo que es el momento más sórdido de mi vida: el resto de chicas estaban arregladísimas y borrachísimas; éramos las únicas turistas; las canadienses estaban quietas en su sitio limitándose a agitar los brazos de tarde en tarde mientras que nos animaban a que perdiésemos los papeles. Y el éxtasis llegó cuando, los chicos salieron vestidos de distintos cuerpos de seguridad y, mientras que hacían el juramento a la bandera de EE.UU, las asistentes chillaban con más ganas aún.
Después, llegó el momento en que subieron público al escenario. Por lo que dedujimos, era un servicio que se pagaba aparte y, como he explicado, al ser mesa VIP, lo teníamos incluido. De nuestro grupo, sólo hubo una voluntaria que quiso subir. Subían a las chicas al escenario, las sentaban en una silla y les dedicaban bailes privados más “cercanos”. Todo esto, mientras que el resto del público chillaba (pero no tanto como con el juramento a la bandera).
Cuando el espectáculo terminó, nos pudimos subir al escenario y hacernos fotos con todos los chicos. Después nos volvimos a nuestro apartamento. Habíamos entrado en Nueva York y el Nueva York más sórdido había entrado en nosotras.
Hace unos meses, hablando con Marisol, la única del grupo con la que mantengo el contacto, le pedí permiso para contar esta anécdota en el blog y me lo concedió pero, al recordar el cómo empezó, ella tenía (y tiene) una versión diferente que se ajusta más a lo que pasó. Marisol, manifiéstate y cuéntanos lo que nos dijeron las canadienses.

La entrada la he acompañado de distintas fotos de la ciudad. Aunque tengo alguna de esta noche, por respeto a los chicos que trabajaban allí y al resto de chicas, no las comparto.
Y, ahora, llega el momento confesión: ¿qué es lo más sórdido que os ha pasado en un viaje?