Me considero muy afortunada porque he conseguido ver una aurora boreal. Fue en noviembre de 2017, durante el viaje que hice por Islandia, pero, antes de nada, un poco de ciencia: una aurora se produce cuando partículas solares cargadas chocan con la magnetosfera de la Tierra y nuestro campo magnético las dirige hacia los polos.

También hay leyendas muy bonitas que las explican. Según la tradición sami, un zorro cruza las mesetas árticas e ilumina el cielo con las chispas que se desprenden de su cola al arremolinarse la nieve. Según los esquimales, la aurora boreal es un sendero estrecho que conduce a las regiones celestiales y la luz se produce con la llegada de nuevos espíritus.
Por simplificar, una aurora es un fenómeno meteorológico, es decir, como la lluvia o la nieve. Los meses más propicios para su observación van desde septiembre hasta abril (sí, ya sé que hay gente que las ha visto en verano, pero no es tan probable). Además, se requieren cielos oscuros y alejados de la contaminación lumínica, pero, sobre todo, que sea una noche despejada. Y eso ya no es tan fácil. Recordad que yo estaba en noviembre en Islandia y el otoño islandés no es como el madrileño… Pero, más que nada, se requiere paciencia y mucha suerte. En la página del tiempo islandesa, hay un apartado sobre auroras: la probabilidad de verlas, la nubosidad esperada, la intensidad…
Ese año fui a Islandia porque me quedaban muchos días de vacaciones después del verano y no quería perderlos. Me acerqué a una agencia de viajes preguntando por Jordania y salí con un viaje a esta isla del Norte de Europa. No tengo criterio. Tengo que reconocer que hasta entonces no me había llamado especialmente la atención, pero volví locamente enamorada.
En la agencia, me hablaron sobre las auroras, pero “olvidaron” comentarme que son un fenómeno de la naturaleza, por lo que verlas no está garantizado y que, al ojo humano, no tienen esos colores tan brillantes de las fotos (retoques aparte), sino que son más blanquecinas.
Cuando vino la primera, llevábamos varios días de viaje. Una noche alojados en mitad del hielo, compartiendo todos jacuzzi, las nubes se abrieron y vimos luces bailarinas de color verdoso. Nos pusimos a gritar de emoción. Y eso que era una aurora de intensidad 1, la más baja. A la mañana siguiente, se lo contamos a Patricia, la guía. Esta chica, experta en viajes por Islandia y Alaska, sólo una vez había visto una de intensidad 7 (sobre 9), el resto, bastante más “normalitas”.

El resto del viaje, nada de nada. El tiempo no nos respetó y, por más que se lo pedimos a los elfos, no nos escucharon. La penúltima noche, decidimos apuntarnos a una excursión en la que te llevaban en autobús a un lugar alejado y te daban bebida caliente. Pagamos un montón de dinero para volver tal cual, pero la letra pequeña indicaba que, si no las veías, podías repetir otra noche gratis. Nos presentamos allí, cruzando los dedos ya que era nuestra última noche en el país. Al cabo de las dos horas de espera, al borde de la congelación, las luces verdes y magentas se apoderaron del cielo. Arcos que se rompían y formaban otros arcos, espirales, manchas. Escribo estas palabras y vienen a mi mente todo lo que contemplé y que soy incapaz de transmitir con palabras. Nos volvimos con una sonrisa de oreja a oreja sabiendo que no lo olvidaríamos nunca.

Y, para ilustrar todo esto, mejor, fotos. No son mías, sino de Alberto, que sí sabía manejar la cámara para fotografiarlas.
¿Volveré a ver auroras? ¿Veré auroras australes? Ya sabéis, las que se ven en el Polo Sur…
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