Cómo ha cambiado mi forma de viajar

Panta rhei. Es decir, todo fluye, nada permanece.

A veces, pensar que somos como somos y que nos gusta lo que nos gusta es una afirmación demasiado simple. Las personas cambiamos, evolucionamos, no tiene por qué ser a mejor, pero no creo que haya nadie que pueda afirmar que ha sido la misma persona con 20, 30, 40 años o más. Y menos mal, porque mi yo de 20 años seguro que tenía un chopito en la frente.

Por mucho que pueda decir que hay determinadas cosas que me gustan y que eso no ha cambiado, no quiere decir que me sigan gustando de la misma manera o que hayan sido desplazadas por otras que me han pasado a gustar, satisfacer, llenar o, simplemente, me apetecen más.

Por supuesto, los viajes no iban a ser algo diferente y, a decir verdad, ¡menos mal que he cambiado!

Viajes de bajo coste vs grandes viajes

Me imagino que mi caso no es muy diferente al de un porcentaje elevado de viajeros: cuando empiezas a trabajar, ganas tres duros y, lo que es peor de todo, tienes uno de los vicios más caros que existen: los viajes. Mal asunto.

Escapada low cost a Oporto

Por suerte, cuando empecé a viajar, las compañías de bajo coste ya existían y, aunque desde Madrid había menos vuelos porque estaban mayormente asentadas en aeropuertos más pequeños, algo pude hacer. Hasta ese entonces, ir de vacaciones al extranjero sonaba a imposible, así que, cuando pude ir tachando de la lista París, Lisboa, Ámsterdam o Marrakech, no cabía en mí de gozo.

Estudiaba el calendario buscando las fechas en las que los precios eran más bajos, evitaba viajar en Semana Santa o puentes (anda que no me he tirado yo ese tipo de fechas sin salir de Madrid, entre otros motivos, porque los precios eran prohibitivos), vamos, carambolas de todo tipo para que el dinero cundiese más.

Mis vacaciones consistían, básicamente, en unos 5 ó 6 días en la capital europea de turno y, el resto de los días, en casa. Como ya he contado en alguna ocasión, mi espinita clavada es el Interrail. Me hubiese encantado poder hacerlo: viajar más días, ver más lugares, sentir que las vacaciones las aprovechaba más y mejor y, sobre todo, que los días no se me escapaban entre los dedos. Pero no pudo ser, tocaba jugar la partida con las cartas que me habían tocado. Suena a problemas del primer mundo, no nos engañemos.

Sin embargo, llega un momento, en el que se empieza a gestar el cambio. Después de haberme recorrido Europa de capital en capital durante unos cuantos años, el cuerpo te empieza a pedir más. La semilla se sembró con un viaje de dos semanas por la costa Este de EE.UU. Jo, qué cambio. Si un viaje anterior habían sido 6 días en París, de repente, di el salto a otro continente, durante más días y sí, bastante más pasta. Nunca llegué a calcular lo que me costó ese viaje. ¿Y qué? Para algo trabajaba.

Aterrizaje en Nueva York

La semilla comenzó a tener un tallo verde cuando, al verano siguiente, me fui dos semanas a recorrer los Países Bajos. Alojada en Ámsterdam, volví a visitar la ciudad y, cada día, cogía un tren a un destino distinto dentro del país para, por la tarde, regresar a Ámsterdam. Qué recuerdos…

La planta continuó creciendo cuando recorrí, también durante dos semanas, capitales del norte de Europa. Si me lo llegan a decir, no me lo creo: he cambiado visitar Oporto o Toulouse a tramitar el visado y la carta de invitación para entrar a Rusia. No es un mal cambio.

Y fue ahí cuando llegó el primer calambrazo: quiero salir de Europa, del mundo occidental, de lo que ya conozco, quiero ver algo diferente. Y así se gestó el recorrido por Sri Lanka. Desde ese momento, todo cambió. Salvo por los dos veranos de pandemia, los viajes de vacaciones han sido grandes viajes, de los de muchas horas de avión a lugares lejanos y, sí, mucho desembolso económico.

Cuanto más lejos, mejor

Tengo que confesar que, pese a las muchas ganas que tenga de ir en verano (cuando coincido con mi partner in crime y nos podemos ir muchos días) a recorrer Rumanía, Polonia, Reino Unido o Alemania, por mencionar unos pocos, la idea de irme lejos pesa mucho más.

Por suerte, todavía puedo permitirme hacer 20 horas de avión y convivir varios días con el jetlag y, mientras que esto sea así, prefiero aprovecharlo. Como no tengo una bola de cristal, soy incapaz de saber cuánto va a durar, aunque puede ocurrir que dentro de 20 años no lo aguante o que en tres esté con la casa hasta el cuello, por lo que ir a Tanzania, Mongolia o EE.UU. como he hecho en el pasado no sean una posibilidad.

Llegar a Sri Lanka requiere muchas horas de vuelo, pero compensa

Mientras que pueda, lo haré. Y, como yo, piensa bastante más gente. He conocido a muchos viajeros que confesaban sin ningún tipo de pudor que, de Europa, sólo conocían Londres y Berlín, o París y Praga, por ejemplo, que preferían dejarlo para más adelante, cuando no puedan permitirse esos desplazamientos interminables. Pues una más que se apunta al equipo.

Además, en la actualidad, me llama infinitamente más la atención ir a lugares alejados de lo occidental, en todos los sentidos. Creo que a muchos nos ha pasado que, cuando vas por una ciudad europea cualquiera, no dejas de ver el mismo tipo de comercio, de cadena de ropa o de comida rápida que ves en tu ciudad. Ese tipo de cafetería cuqui con muffins y decoración estupenda para subir a redes sociales. Pues vaya plan. Salir de Madrid para ir a sitios que me encuentro en Madrid.

Pues no quiero nada de eso. Quiero ver otras culturas, otro tipo de ciudades, mezclarme con la gente en un mercado. Quiero que todo me llame la atención.

Trabajar aburguesa

Esta frase la decía mi amigo Javi hace muchos años, cuando todos estudiábamos aún y él era el único que tenía un trabajillo.

Por aquel entonces, en mis escasos y primeros pinitos viajeros, el presupuesto era tremendamente ajustado, por lo que me encontraba reservando el alojamiento más barato que saliera en Booking y llevándome embutido envasado al vacío en la maleta para comprar pan y comerme un bocadillo sentada en el banco de un parque. Es lo que tiene viajar con esos años y que tus padres no te lo paguen.

No me perdí los canales de Ámsterdam, pero sí sus restaurantes

La parte buena de todas aquellas experiencias es que he aprendido a valorar muchas cosas: lo que cuesta ganarse el salario mes a mes, lo que cuesta pagarse un viaje, ahorrar el dinero y todos los gastos que puedas tener en destino.

Poco a poco, según fui ganando más dinero y, pese a que tampoco era para tirar cohetes, los gastos se fueron incrementando, empecé a viajar con más “alegría”. Ya no era el hotel más barato, sino que buscaba una mayor calidad, dentro del presupuesto que tenía; dejé de echar comida en la maleta, podía permitirme comer y cenar fuera durante varios días, aunque supusiera ir a un chino o a una pizzería. Trabajar aburguesa.

Por supuesto, hubo excepciones: un viaje de dos semanas por los Países Bajos no da para hacer ese gasto, por lo que el desayuno y la cena se compraban en un súper y se consumía en la habitación. O el que hice por Escocia en 2022 implicó alguna que otra compra en un supermercado. De la misma manera que una escapada durante un puente de octubre a la Selva de Irati, al quedarnos en una casa rural e ir en coches, llevamos compra hecha desde casa.

No obstante, en cierto modo, creo que estoy volviendo a los orígenes. Nunca he sido demasiado exquisita con los alojamientos. No necesito habitaciones enormes, ni terrazas, ni salones, ni piscinas, ni gimnasios. Entre otros motivos, porque no lo voy a usar. A un hotel voy, principalmente, a dormir y a ducharme, por lo que el salón o la piscina no los voy a pisar, pero sí a pagar por ello, y no poco. Prefiero recortar de todos esos extras, de lujos que no valoro, de estrellas de categoría y poder estar varios días más. Y es que me repatea coger días de vacaciones para quedarme en casa… Si me alojase en este tipo de hoteles, pues no me quedaría otra que reducir los viajes a pocas noches, sin embargo, si voy a sitios más baratos, la estancia se puede alargar. En cualquier caso, son decisiones y la mía no es ni mejor ni peor, simplemente, es la mía.

Viena es una ciudad cara. Para estar más días hay que recortar de algún sitio

Respecto a las comidas, también he retornado a esos orígenes, en algún aspecto. Tal y como están los precios hoy en día, hay que reconocer que mantener el ritmo de comer y cenar fuera hace un agujero considerable en la cuenta bancaria. Por suerte, y como la edad no perdona, mi cuerpo ya no tolera comer y cenar fuera, por lo que la cena, muchas veces, me la acabo saltando. Además, como tampoco soy una gourmet, reviso las opciones y las de precio más elevado quedan automáticamente eliminadas.

Pues sí, trabajar aburguesa, aunque seguimos siendo clase trabajadora. C’est la vie.

Los años pesan, vamos a parar a descansar

Bendita juventud, que me podía meter unas palizas a andar durante varias horas. Parabas un momento para coger aire o beber agua y continuabas. Así hice en Ámsterdam, París, Nueva York o Londres. El transporte público cuesta dinero, andar es gratis y las ciudades se conocen caminando. Horas y horas en calles, mirando cada rincón, cada edificio, no hay tiempo para sentarse.

Hasta que empecé a cumplir años. Sigo opinando que las ciudades se conocen caminando, pero si hay que coger el metro o el autobús, pues se coge. Si nos paramos un rato a tomar algo en una cafetería, aparte de beber algo e ir al baño, pues descansamos un ratillo, que tampoco está mal.

Con esto no quiero decir que vaya de vacaciones a dedicarme a la dolce vita: el vermut me lo tomo muy a gusto en mi ciudad, al igual que las sobremesas las hago en Madrid. No está en mis planes ir unos días a Valencia, Roma o Budapest y conocer buena parte de las cafeterías o alargar de manera innecesaria las comidas. Una cosa es que haya cumplido años y otra muy distinta que quiera perder el tiempo.

Vamos, no hay tiempo que perder si queremos ver los patios de Córdoba

Esto se traduce en otro cambio de mentalidad. Reconozco que era de las que querían verlo TODO. Si venía en la guía, si lo había leído en algún sitio, era porque tiene interés, por lo cual, hay que acercarse.

Después de algún otro resbalón porque no te parece que tenga tanto interés o que merezca la pena el desplazamiento, aprendes a filtrar. Tiempo finito y cansancio hacen que tengas que escoger, así que he pasado de verlo TODO a verlo CASI TODO.

Ahora es cuando Javi hace ejem, ejem, no es verdad, cuando salimos quieres verlo todo y yo le contestaría con ejemplos de cosas que nos hemos dejado pendientes para la próxima vez. 

Cambio asfalto por naturaleza

Si hay algo en lo que sea note esta evolución de manera más palpable es por haber desarrollado la preferencia por la que cada vez optan más viajeros: la naturaleza.

Ya he comentado en varias ocasiones que soy una urbanita convencida que disfruta del bullicio de las grandes ciudades, sin embargo, un viaje a Islandia se cruzó por mi camino sin esperarlo y me cambió por completo la manera de pensar en futuros destinos.

Y eso que me lo habían advertido. Distintas personas que he conocido en distintos viajes me lo decían: yo era como tú, hasta que llega el momento en el que el cuerpo te pide otra cosa, prefieres el verde al asfalto.

Mejor esto que el asfalto, ¿no?

Y yo, que no me lo creía. Que no, que me gustan las ciudades… hasta que la naturaleza me empezó a gustar o a apetecer más, ocurriendo lo inevitable, es decir, que para los siguientes viajes procuraba que ésta fuese una parte esencial del recorrido: la sabana y los animales en libertad en Kenia y Tanzania, los lagos y los paisajes infinitos de Mongolia o el verde y la fuerza del mar en Escocia.

Ahora mismo, cuando pienso en destinos, me vienen a la mente antes el Amazonas, el glaciar Perito Moreno, el delta del Okavango, las dunas del Sahara o o los parques nacionales de EE.UU.

Como empezaba el artículo, panta rhei.

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