Si hace unas semanas hablaba de los elementos que considero imprescindibles en un destino cuando viajo, también hay una serie de aspectos de los que trato huir, aunque no siempre se consigue, sobre todo, si vas con más gente.
Autobuses turísticos
Estos de dos plantas y de techo descubierto, de los que te puedes bajar y volver a subir todas las veces que quieras. Dependiendo del tamaño de la ciudad, pueden tener varias rutas, y van mostrando los principales puntos de interés mientras que te lo narran por megafonía.

¿Por qué huyo de ellos? Porque las ciudades se conocen andando y porque me parecen una turistada (pregunto: ¿la diferencia entre turista y viajero es que los primeros huyen de las turistadas? Esto da para una buena reflexión). Sé que ciudades como París o Nueva York son inviables recorrerlas andando: son inmensas, las distancias pueden ser inabarcables y hay puntos de interés que están a desmano o lejos unos de otro. En casos así, soy usuaria del transporte público.
Cuando visitamos Washington en nuestro periplo por la Costa Este de EE.UU., una chica de las que venía quería subir a uno de esos autobuses. Estábamos en el monumento a Lincoln y teníamos que cubrir andando la distancia hasta el Capitolio. Me sentí obligada a negarme. El National Mall no es una simple avenida, sino que se pueden ver todos los memoriales y, en los laterales, están todos los museos de la Smithsonian y, además, teníamos prevista la visita al Museo del Espacio. ¿Pega hacer ese paseo en autobús turístico?
Por supuesto, mi opinión no va a misa y, si alguna hubiese querido hacerlo de esa manera, era libre de hacerlo, aunque yo no me hubiese apuntado al plan. No veo práctico ver las atracciones en movimiento o pararme cada 3 minutos para bajar, hacer la foto y esperar al siguiente autobús para volver a subir y bajar de nuevo pocos metros más adelante, por no hablar de que en mi historial quedaría que ¡he montado en un bus turístico! Argrgrg.

Por el contrario, sí que he hecho paseos en barco de este tipo, como el Bateau Mouche en París, la línea 1 del vaporetto en Venecia (considerado transporte público, surca el Gran Canal entero, por lo que los turistas suelen cogerlo) o el crucero por los puentes de Oporto. De esta manera, me parece que se ven las ciudades desde otra perspectiva. ¿Me estoy engañando a mí misma? Puede ser, pero en mi cabeza tiene sentido.
Zoos
Otro elemento que evito a toda costa, son los zoos. Lo siento, no me gustan nada. Esto no tiene nada que ver con que haya hecho un safari y haya visto animales en libertad, que también, sino con el hecho de defender los derechos de los animales a no vivir enjaulados fuera de su hábitat. Hace ya bastantes años, cuando ir a los grandes parques nacionales de África era tan sólo un sueño, ya me negaba a ir a este tipo de lugares. Si no voy ni al zoo de Madrid, ¿para qué ir al de otra ciudad? Y, pese a que la entrada al zoo de Brooklyn es mítica, opino que hay cosas que están por encima de la foto o de la experiencia.

Sé que no todo el mundo se puede permitir pagar un safari y que, ésa puede ser su única oportunidad de ver animales “en la realidad”, pero ¿creéis que compensa? Yo creo que no.
Cadenas de restaurantes
Y, puestos a seguir evitando el turisteo, también hago todo lo posible por no ir a cadenas de restaurantes, especialmente, si son de comida rápida. Imagina que vas a un sitio en los que se come bien: Francia, Portugal, Italia, Marruecos… ¿de verdad vas a ir a comer a un McDonalds o una cadena de pizzerías? Suponiendo que ya no eres estudiante o que tienes un presupuesto muy limitado.
Cuando empecé a viajar, me llevaba embutido envasado al vacío en la maleta, compraba pan en cualquier panadería o súper y me preparaba un bocadillo. Y algún que otro restaurante de comida rápida y/o barata cayó: en Segovia, el presupuesto no daba para los restaurantes del centro histórico, así que comí en el Telepizza; en Ámsterdam, además de esos bocadillos caseros, tengo el recuerdo de ir, al menos una vez, en un McDonalds y, entre otras cosas, pude corroborar las palabras de Vincent; en París, después de una semana por la ciudad del Sena lidiando con los precios parisinos, no quedaba otra que ir a restaurantes chinos, y alguna otra más habrá. Matadme si queréis, pero en mi defensa diré que no había cumplido los 30 y, si quería irme de vacaciones, tenía que recortar de muchos sitios y la comida era uno de ellos.

Con el paso de los años, teniendo un sueldo un poco más majo y habiéndome aburguesado algo más, este tipo de restaurantes quedan fuera de mi elección, siempre que pueda elegir, claro.
En Nueva York, antes de aburguesarme tanto, íbamos al McDonalds, más que nada porque, aparte de tener unos precios contenidos, tenían wifi gratuito para clientes. Por aquel entonces, no existía apenas roaming, ni el apartamento disponía de wifi (estoy hablando del año 2011), por lo que, la única del grupo que tenía un teléfono con internet nos lo dejaba para que pudiésemos logarnos una a una a nuestros correos y escribir a la familia. Y, la única manera que teníamos de hacer esto era ir a un sitio con wifi, en este caso, el McDonalds. A la vuelta, estuve unos cuantos meses sin querer comer hamburguesas de ningún tipo.
Seguro que alguna más de este tipo hay, otra cosa es que la haya querido olvidar. La mente es sabia…
Tiendas de souvenirs
Y, de la misma manera que evito a toda costa la comida rápida y en cadena, tampoco me hace mucha gracia ir a tiendas de souvenirs. No soy de comprar por comprar y, menos aún, si es algo que no me entra por el ojo: no quiero un imán en mi nevera que no me gusta, ni me voy a poner una camiseta de esa ciudad. Si no me gusta, ¿para qué comprarlo?

Adicionalmente, creo que estas tiendas quitan todo el encanto a los centros de las ciudades: todas venden el mismo tipo de objeto que no aporta nada. Sin embargo, muchas veces, entrar es inevitable: si quieres llevarte algo de vuelta a casa en la maleta, no queda otra.
En alguna ocasión, he encontrado tiendas con más estilo: los imanes de cerámica en Oporto, el taller de artesanía en Koprivshtitsa (Bulgaria), la tienda de calcetines de dibujos en Inverness (aunque no recuerdo que fuese una tienda de recuerdos) o la que vende souvenirs con estilo en Cartagena (piezas de cerámica; pendientes, colgantes o anillos bonitos; el tipo de imanes que querríamos poner en la nevera; botellas de aceite con etiquetado especial…). Así, sí.
El último día en Ulán Bator, nos llevaron a una tienda de éstas (en fin…) y fui la única que no compró nada. Me recorrí los pasillos, miré las estanterías y no había nada que me gustase, así que, si no lo compro para mí, no lo compro para nadie.

Mis amigas saben que no soy de estas personas que traen souvenirs para todo el mundo, por lo que se da por sentado que no voy a llegar repartiendo regalos, de la misma manera que no espero nada de ellas cuando se van de vacaciones.
El mejor regalo que se puede hacer es dedicar ese dinero que se iba a gastar en algo innecesario en tomarse una copa de vino, una cerveza o comprarse algo que de verdad les apetezca. A mis padres tampoco les hacen mucha gracia este tipo de cosas: camisetas con el mensaje “alguien que me quiere mucho me ha traído esta camiseta de (inserte nombre de ciudad o pueblo que prefiera)” o algo por el estilo, en el mejor de los casos, quedará para estar por casa o hacer trapos.
Estas cosas cuestan dinero y, para que acabe así más pronto que tarde, no lo compro. No me gusta el gastar por gastar y mi madre me dice desde hace muchos años que no les lleve nada, aunque confieso que sí que intento llevar algo de gastronomía o bebida típica que no supongo ningún problema en el avión.

Free tours
Si hay algo de lo que intento huir como de la peste es de los free tours. No puedo con ellos, lo siento. Cuando voy de viaje, siempre llevo una guía. Me gasto el dinero en comprarme un libro en el que viene señalizados atractivos turísticos de una ciudad con explicaciones, los restaurantes divididos por precios y los hoteles por precios y zonas (gracias, Lonely Planet por existir). Con toda esa información escrita, ¿por qué me voy a apuntar a un free tour?
Vale, sí, si te apuntas, te cuentan muchas cosas, muchas anécdotas y es más cómodo, pero, si llevo mi guía, ¿para qué? Además, seamos sinceros, ¿cuánta de esa información retienes?
Alguna vez me ha tocado ceder: en Venecia, después de varios días en la ciudad, quisieron apuntarse a uno y no quería ir a contracorriente. Aceptamos góndola como animal acuático. En Dublín, tres cuartos de lo mismo: nos apuntamos al gratuito por los principales puntos de la ciudad, el chico que lo llevaba, lo hizo muy bien y nos enganchó para el que incluía la visita a Howth: error, la guía que nos acompañaba no tenía madera para ello. Es lo que tiene viajar con más gente: muchas veces tienes que ceder de la misma manera que ceden los demás (quiero pensar).

Otra cosa es que se trate de un paseo guiado temático. Por ejemplo, en Edimburgo nos apuntamos al tour de fantasmas y cementerios y fue todo un acierto: muy recomendable, aprendimos bastantes cosas de las que sí que no vienen en las guías (los fenómenos paranormales en el cementerio de Carlton Hill, lo que son los faros de almas, por qué los cementerios escoceses están abiertos todo el día o por qué hay tantas marcas de haber arrancado las protecciones de las tumbas, por ejemplo) y pudimos pedir recomendaciones de pubs al guía. En Granada, nos apuntamos a un tour relativo a Lorca, en la que recorríamos los principales rincones asociados a este poeta. Muy recomendable, por cierto.
Pero ¿qué ocurre en los lugares a los que voy que no tengo guía? Por ejemplo, he visitado Burgos o Zamora en un solo día y no me iba a comprar una guía de toda la provincia o comunidad para un solo día. En ese caso, miro por internet y, en blogs de los que proponen itinerarios y recomiendan lugares (no como el mío, jajaja) o en revistas temáticas suele ser fácil encontrar lo que buscas. ¿Asunto solucionado? Tengo que reconocer que, en situaciones así, me salto mi propia regla y más de una vez me he apuntado a un tour guiado.
Burgos, Toledo o Cuenca las conocí de esta manera (por cierto, si vais a Toledo, apuntaros a uno que incluya la pulsera de las atracciones); Zamora o Vitoria me quedé con las ganas porque ya no quedaban plazas (aunque la visita guiada a la catedral de Vitoria sí que la pude hacer porque la llevaba reservada desde casa).

No sabría explicar por qué tengo esta dualidad de comportamiento. Hace ya varios años, en los peores de la crisis de 2008, leí un artículo en el que se denunciaban las condiciones laborales de estos trabajadores: por lo general, chavales muy preparados y recién licenciados en cualquier otra materia que, sin embargo, no conseguían trabajo; falsos autónomos sin sueldo que viven de la voluntad de cada persona de la visita y que tienen que ceder parte, en el mejor de los casos, a la empresa que les está “contratando”.
Sinceramente, no me sentía cómoda colaborando en algo así y es algo que ha perdurado. A la hora de escribir sobre esto, me he informado sobre las condiciones actuales de estos guías y no he encontrado ningún artículo, fiable o no, que esté actualizado y que narre la situación. Lo que he leído era hasta el año 2021 y estos “autónomos” seguían sufriendo unas condiciones laborales muy precarias. Lo siento, no quiero colaborar en algo así.
Sé que no tiene una explicación lógica, que se me puede tachar de hipócrita o de pedante, pero en mi cabeza tiene sentido. Además, como decía Cicerón, me reservo el derecho a contradecirme. Al fin y al cabo, soy humana, no una máquina psicológicamente perfecta.
***
Lee otros artículos relacionados:
5 Comentarios