Tenía 31 años, ganas de comerme el mundo y un sueldo de poco más de 1.200€. Complicado, aun así, siempre he sido una soñadora y una luchadora y sabía que los destinos lejanos y exóticos estaban ahí esperándome. Establecí que, cuando cumpliera 35 años, me regalaría un viaje a Uzbekistán. Dije 35 años por ser un número redondo, pero luego me di cuenta de que todos los momentos son igual de buenos, da igual 35, 37, 44 ó 52 años. Y Uzbekistán porque el destino estaba en mi listado de “ir ya”. Tan lejano, tan diferente, tan que suena a las 1001 noches… veía fotos y sólo podía imaginarme estando allí.
Quiero irme lejos
En los meses previos a mi cumpleaños, comencé a buscar y me di de bruces contra la cruda realidad en forma de dos problemas. El primero es que mis amigas, en su gran mayoría, no eran tan viajeras ni aventureras como yo, aunque, viendo mis antecedentes sociales, lo raro es que me extrañase. El segundo, que no vale llegar a una agencia, decir “me quiero ir a Uzbekistán” y te vas. Las agencias tienen un catálogo de destinos, cada uno de ellos tiene una fecha de salida y un mínimo de personas a partir del cual el recorrido está garantizado, pueden ser 2, 5 ó 10, depende del viaje y de la agencia.

Mirando por internet, encontré una agencia que ofertaba una ruta por este país, por un precio que me cuadraba. Fui a la oficina y estuve hablando con ellos. Mala suerte: para las fechas que yo podía coger vacaciones, no lo tenían garantizado, por lo que me recomendaron buscar otro destino para no estar pendiente de una posible confirmación.
¿Qué opinas de Sri Lanka?
Se lo puse fácil: tengo dos semanas libres, mi presupuesto es de X y quiero salir de Europa y ver algo diferente. Su respuesta vino en forma de pregunta: ¿qué opinas de Sri Lanka? Que me encanta. Y así es como me embarqué a mi primer viaje por Asia, la vez que más lejos había estado en casa, yendo sola, en un país y cultura completamente diferentes, en un país al que nunca piensas que vas a ir, sin saber lo que vas a encontrar y, al mismo tiempo, así es como empezó la pelea con mi madre.
Llegué exultante a casa de mis padres un día “¡me voy a Sri Lanka de vacaciones!”. La primera reacción de mi madre fue la misma que tuvo mucha gente después “¿Sri Lanka? ¿Dónde está eso?”. Se lo enseñé en el mapa y se desató la tormenta: la madre que te parió. Esta respuesta se ha convertido en la que me da casi siempre que digo que me voy de vacaciones.

Mi madre no me deja irme de vacaciones
Mis padres siempre me habían animado a viajar lejos, a descubrir mundo, pero cuando llegó el momento en el que dije que me iba a Sri Lanka, fui consciente de que me lo habían dicho con la boca pequeña, o pensando que esa circunstancia no se daría. La lucha con mi madre empezó. Cuando se dio cuenta de que no era un farol y que el viaje se estaba gestando, empezó el machaque “no te vas”. Mi respuesta era “sí que me voy”. Y otra vez, “no te vas”. Y, una vez más, “sí que me voy”. Amenazó con secuestrarme para que no me fuera; me dijo que me iba con alguna amiga o no lo hacía. Mientras tanto, yo seguía preparándome e informándome sobre el destino.
Me tuve que sentar con ella y explicarle la situación. No iba sola a ningún sitio, sino que lo hacía con una agencia en la que llevábamos conductor y guía, que estarían conectados con el corresponsal en Madrid constantemente. Había propuesto el recorrido a varias amigas, pero la realidad es que todas me habían dicho que no y no quería quedarme sin vacaciones porque nadie me acompañase. Mi explicación no le bastó, sino que seguía instalada en el “no te vas”. El final de la conversación llegó con “tengo 34 años, soy económicamente independiente, vivo sola y no te estoy pidiendo permiso para ir a ningún sitio, te estoy informando de dónde voy a estar durante dos semanas de julio”. Mi decisión estaba tomada: Sri Lanka me esperaba. Por suerte o por desgracia, he tenido que aprender a ser independiente y no esperar a nadie y, menos aún, para irme de viaje. Si lo hubiese hecho, no conocería ni la mitad de los países en los que he estado.

Los días seguían avanzando, la fecha de partida estaba cada vez más cerca y mi madre, más relajada. Lo único que me pidió es que la diera una copia del itinerario para seguir día a día el recorrido y que le escribiese en cuanto tuviera wifi en un hotel. Trato hecho.
¡Me voy a Sri Lanka!
Por fin llegó el día. El equipaje hecho, lleno, principalmente, de nervios de los buenos y de ilusión. La primera vez que iba sola, tan lejos de casa, con gente a la que no conocía. ¿Cómo serían? ¿Les caería bien? ¿Y el guía? ¿Qué encontraría? ¿Qué vería? Saldría de dudas en menos de 24 horas. Como llevaba la maleta grande, opté por coger un taxi en lugar de ir en metro al aeropuerto. Facturé, pasé los controles y a esperar a que anunciaran el embarque. Pasillo para arriba, pasillo para abajo. Tiendas de ropa, de prensa, de maquillaje. Me sentaba y volvía a leer en la guía la parte dedicada a Colombo, donde aterrizaba. Hasta que ya vi en las pantallas la puerta de embarque.
Desde Madrid no hay vueltos directos a Sri Lanka, por lo que había que hacer escala, en mi caso, en Abu Dhabi. El trayecto se me hizo largo, aunque tengo que admitir que el lujo de las compañías que operan en el Golfo Pérsico es de otro nivel, me sentía como la Reina de Saba. La escala tampoco fue mal, ni demasiado corta, ni demasiado rápida, lo suficiente como para ir al baño y dar una vuelta. Comprobé que el acondicionado está muy fuerte, por lo que conviene llevar las piernas tapadas y una chaqueta, además, el resto de las mujeres que están allí llevan niqab, hiyab o velo y te puedes sentir incómoda. El siguiente avión salió en hora y el cansancio ya pesaba demasiado. Nos dieron mantas y almohadas y terminé encogida en mi asiento, intentando entrar en calor. Cuando aterrizamos ya era de día. Bajamos del avión y ¡mi maleta no aparecía! De esto ya hablaré en un futuro ya que habrá segunda (y tercera) parte de Historias para no viajar.

Lo importante es que todo se solucionó, habían venido a buscarme al aeropuerto y, en un coche para mí sola, me hicieron un recorrido por Colombo, junto al conductor y el que fue nuestro guía en esos días, y del que ya no recuerdo su nombre. Fuimos parando en distintos puntos de la ciudad, al mismo tiempo que explicaba sobre la sociedad ceilandesa, el papel de la mujer, el trabajo, etc. Y, por supuesto, tuve que aguantar que me preguntaran que cómo es posible que una mujer viaje sola. A nuestros ojos occidentales, es una pregunta que está fuera de lugar, pero entiendo que la situación les choque. Espero que llegue el día en el que estas situaciones dejen de ser objeto de debate.
En todo este trayecto, paramos para que comiera y, poco después, llegamos al primer hotel. Compartía habitación con Montse, una chica que venía desde Barcelona y cuyo vuelo aterrizaba con bastantes horas de diferencia respecto al mío. Me dio tiempo a sacar algunas cosas de la maleta, descansar un rato, ver la llegada del monzón, bajarme a la piscina y darme un baño, salir del recinto del hotel a explorar un rato y mojarme los pies en el Pacífico, volver a la habitación y ducharme. Al cabo de las horas, Montse llegó y conocí al resto de personas con las que iba a vivir la experiencia.

En sucesivos posts, me gustaría poder desarrollar más profundamente este viaje, que fue uno de los que considero “punto de inflexión”. Para terminar este artículo, me gustaría contar, como curiosidad, que nuestro último hotel estaba en Negombo. El avión que volvía a Barcelona, con escala previa, salía bastante pronto, comparado con el de Madrid, por lo que una vez más, me volví a quedar sola en el hotel, aunque con un montón de experiencias. Salí a dar una vuelta por el mercado de pescado, ver la playa, tomé el sol en la piscina y me di una última ducha antes de salir de camino hacia el aeropuerto, poniendo fin a estas vacaciones.
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