Historias para no viajar/ dormir

Viajar tiene un precio, y no me refiero al económico, sino a los pequeños contratiempos que van surgiendo en el recorrido. Es imposible que todo salga perfecto, da igual si el viaje está organizado por una agencia o por nosotros mismos, siempre siempre siempre va a ocurrir un imprevisto, algo que no nos gusta o con lo que no contamos, quien diga lo contrario, miente.

De los creadores “cuando perdí el avión desde Moscú”, “casi me quedo en tierra”, “en Helsinki comí en un buffet asiático” o “el paraguas ha viajado tanto como yo”, llegan las “Historias para no viajar”. O no, mejor dicho, las historias que aportan sal y pimienta a un viaje.

En 2009 visité Marrakech. Mi primera vez fuera de Europa y en un país no cristiano. El golpe fue brutal, experimenté el síndrome de Stendhal y me enamoré de los países musulmanes. Preparando el viaje, la guía que llevaba, recomendaba algún hammam. Hacer una pequeña pausa y dejarse mimar un poco. Los hay para todos los gustos y presupuestos, más locales y más orientados al turista. ¿Por qué no?

Por aquel entonces ya trabajaba y estaba empezando a disfrutar de mi dinero. Con mis amigas, organizábamos visitas periódicas a distintos spas, por lo que la idea de dedicar un par de horas a una actividad así en Marruecos me parecía estupenda. Pues no. La persona con la que iba era de secano y no le motivaba “estar en remojo” y, si añadimos que, en Marruecos, los hammams no eran/ son mixtos, es decir, hombres y mujeres no podían compartir espacio, pues fue la guinda del pastel de la negativa. Da igual que yo quisiera, no es no.

Me tuve que «conformar» con el estanque de las abluciones de la madraza Ben Yousef, Marrakech

Como soy tonta no me gusta discutir, acaté la decisión protestando poco. Pensaba que en un viaje todos tienen que ceder para estar a gusto. Con el tiempo he aprendido que todas las opiniones son igual de válidas y que no hace falta estar 24 horas juntos para disfrutarlo. Quien quiera ir a un hammam que vaya y, quien no, pues que no vaya. Ese sí que es el fin del problema y de las frustraciones.

Disfruté de la estancia muchísimo, me traje la maleta llena de experiencias y recuerdos pero, tantos años después, tengo la espinita clavada…

En 2010 hice una escapada de fin de semana a Toulouse. Está cerca, una buena oferta de avión y el tamaño perfecto para verla en un par de días.

La place du Capitole, cruzar el Garona por alguno de sus puentes y pasear por la ribera del río, sentarse en un bistrot y, por un ratillo, ver la vida pasar, las queserías, descubrir que es conocida como la ville rose por el color de los ladrillos de muchos de sus edificios, la abadía de Saint Sernin, que es la mayor iglesia románica de Occitania, beber el peor mojito del mundo… vamos, un fin de semana bien aprovechado.

¿O quizás no tanto? El viernes por la noche y el sábado marcharon según lo previsto. El domingo se torció y es que nadie nos había advertido que los domingos en Francia está todo cerrado. Se considera un día de descanso y lo es para todo el mundo. Da igual que, como en este caso, sea una ciudad de más de 400.000 habitantes, todo estaba cerrado. Y, por si no fuera poco, llovía sin parar en pleno julio.

Aprovechamos para visitar el Capitole, que es la sede del Ayuntamiento y que, por suerte para nosotros, organizaba visitas guiadas también en domingo. Pero la visita no duraba toda la mañana y nuestro vuelo salía a última hora de la tarde… Dimos una vuelta con los paraguas para comprobar qué había abierto y, por suerte, encontramos una cafetería y un solo restaurante de comida rápida. Salvados. Sé que es delito ir a Francia a comer hamburguesa o pizza guarri guarri, sin embargo, la alternativa era no comer en todo el día. Aunque suene raro, no veía el momento de que llegara la hora de salir para el aeropuerto.

La torre campanario octogonal de la abadía de Saint Sernin,Toulouse

Y ese momento llegó. Como no facturamos, fuimos directamente a los controles y nos pararon las maletas, nos mandaron abrirlas y aparecieron los quesos que habíamos comprado y que habían detectado por el olor. Estuvieron a punto de quitárnoslos, pero no. Creo que la idea de tener cerca “la peste” que echaban, les echó a ellos para atrás. 

Por cierto, ¿alguien puede confirmar que la tradición francesa de cerrar en domingo no ha cambiado?

En 2014 viajé a Berlín. Estuve más de una semana descubriendo y disfrutando de una ciudad pensada para disfrutar: aceras anchas y multitud de zonas verdes ayudan mucho. Era una de las capitales europeas que tenía pendiente y a la que tenía muchas ganas de hincar el diente.

Visita guiada por el Reichstag, la foto de rigor en la puerta de Brandemburgo, la solemnidad del monumento al Holocausto, el feísmo de Potsdamer Platz, el vibrante arte callejero, el muro, las cenas de salchichas y cerveza en el Prater, uno de los mejores biergärten de la ciudad…

Tanto sola como acompañada, pude ir desgranando esta ciudad. Me perdí en la Isla de los Museos, donde visité el Museo de Pérgamo, con todas sus reliquias arqueológicas, el Neus Museum, donde conocí a Nefertiti y la Alte Nationalgalerie, con una colección impresionista que hace las delicias de los amantes de la pintura. Intenté entender cómo se reencuentra esta ciudad con su pasado más oscuro y siniestro: la espeluznante exposición topographie des terrors, situada en el lugar donde se encontraban el cuartel general de la Gestapo y el mando central de las SS; los restos del muro que van salpicando la ciudad; las Stolpersteine, que recuerdan, delante de la que fue su casa, a una persona asesinada por los nazis; la iglesia memorial Kaiser Wilhelm, más conocida como “el pintalabios”, que se conserva como ruina para que no olvidemos los desastres provocados por las guerras.

Iglesia memorial del Kaiser Wilhelm, más conocida como el pintalabios

Como decía, una ciudad para disfrutarla y aprender y en la que podrías estar muchos más días sin aburrirte lo más mínimo. Y, aunque Berlín no es una ciudad que abrume, apetecía salir y ver un poco de verde.

No teníamos referencia de ningún lugar cercano y con encanto por el que hacer una excursión senderista. No pasa nada, miramos el Google maps y solucionado. Vimos una extensión verde muy grande, ni demasiado lejos ni demasiado cerca, y al que se llegaba cómodamente en tren (ya hablaré en un futuro de los trenes alemanes y lo complicado que es comprar un billete) y allá que fuimos. No recuerdo el nombre del pueblo y hago mal: debería recordarlo, ¡pero para no volver! Cuando llegamos, no encontramos nada que tuviese el más mínimo interés. Quisimos adentrarnos por el bosque y no encontrábamos ni un camino ni una señalización. Lo más lejos que terminamos fue en la residencia de ancianos a la salida del pueblo. Nuestra escapada rural acabó pronto prometiéndonos a nosotros mismos que nada de improvisar, que es mejor hacer los deberes. 

Y en diciembre de 2016 volví a Francia, esta vez a una pequeña ciudad del suroeste, Pau. Había oído hablar de este lugar por temas de trabajo, aunque nunca pensé que la visitaría y, como el traslado de Marisol y David facilitó las cosas, fui para allá un fin de semana largo.

Hoy en día es una ciudad poco conocida y costaría situarla en el mapa, sin embargo, tiene muchísima historia. Fue fundada en la Edad Media y fue capital del Bearne desde 1464 (el Bearne es una región natural e histórica de Francia que se corresponde con el antiguo vizcondado de Francisco I de Foix, rey de Navarra en la segunda mitad del siglo XV). Cuando en 1512 Fernando el Católico conquista la parte Sur del Reino de Navarra, el Rey y la corte se refugian en Pau. Cuando la reina Juana III de Navarra se convierte al calvinismo en 1560, Pau se convirtió en la protagonista de las guerras por religión entre católicos y hugonotes. De hecho, Enrique IV (“París bien vale una misa”) nació en esta pequeña localidad, convirtiéndose en rey de Francia en 1589.

En el siglo XIX, se atrajo el turismo internacional, gracias a los balnearios que hay/había por la zona, y a la cercanía con Lourdes.

Como veis, mucha Historia.

Y aquí llegué yo, en tren hasta Irún y Marisol esperándome en la estación para ir a casa en coche. Lo primero que llama la atención son las vistas a los Pirineos, ya que está a solo 50 km. Al día siguiente, salimos a conocer la ciudad. Es pequeña, perfectamente abarcable en una jornada. Destacan el castillo, que fue residencia de Enrique IV, el barrio del castillo, el “paseo marítimo” del boulevard des Pyrénées. Además, como la Navidad estaba a la vuelta de la esquina, descubrí el mercado de Navidad y probé el vino caliente con canela. Vale que no es el de Viena o Praga, pero ha sido mi primer (y, hasta la fecha, único) mercado de Navidad.

El castillo de Pau

Por la zona, también es muy recomendable hacer una rutilla por los pueblos del Bearne: Salis de Béarn, Sauvaterre de Béarn, con su puente con leyenda incluida, la estación de la Gourette y el circo de Lescun, Castet… pueblos pequeños y con mucho encanto.

Suena todo a una escapada deliciosa. ¿Cómo se va a comer mal en Francia? La primera noche que pasé allí, salimos a cenar. Me fiaba totalmente de su opinión, ya que ellos viven allí y son dos gourments y, aunque me hablaron de varias cave au vin que les gustaban, me sorprendió porque no fuimos a ninguna de ellas, sino a una especie de pub irlandés donde también servían comida. Trajeron la carta y, entre otras cosas, tenían camembert frito. Será un pub irlandés, pero estamos en Francia. Por supuesto, ¡quería camembert frito! Mi gozo en un pozo porque David y Marisol me hicieron la cobra pidiendo aros de cebolla, alegando que Marisol tenía el estómago un poco revuelto y no quería comer algo tan fuerte. De hecho, ni siquiera pidió vino o cerveza, sino un refresco. Me quedé totalmente desubicada. Dos personas que comen tan bien, con un gusto exquisito, estaban pidiendo aros de cebolla.

La cena trascurrió sin más, y al día siguiente, recorrimos la ciudad. La segunda noche, al llegar a casa, me dijeron que querían hablar conmigo y me iban a explicar el motivo de no pedir camembert frito: ¡Adrián ya estaba en camino! Y, por desgracia, los quesos de leche cruda no son los más recomendables para las embarazadas.

La última noche fuimos a celebrar la buena noticia, el reencuentro, el inicio de una aventura y la compensación por los aros de cebolla a uno de los mejores restaurantes de la ciudad, que fue el sabor de boca que se me quedó.

Eso sí, Marisol y David, me debéis un camembert frito.

Hasta aquí, la primera parte de mis Historias para no viajar, o dormir, según se mire. Y digo primera porque no tengo la más mínima duda de que habrá más.

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