Encuentros refrescantes: baños inolvidables alrededor del mundo

No puedo evitarlo y, además, no sé si quiero hacerlo, pero me gusta bañarme más que a un tonto un lápiz. Soy de esas personas que, si ven un charco, tienen que mojar el culo. Qué se le va a hacer, todos tenemos nuestras cosas.

Digo con orgullo que he tenido el inmenso placer de bañarme en la mítica playa donostiarra de La Concha, que lo he hecho en el océano Índico (bueno, aquí más bien, me mojé los pies, ya que el oleaje tras el monzón no invitaba a muho más) o que he sido valiente, por llamarlo de alguna manera, e hice lo propio en las islas Cíes o Costa Nova, cerca de Aveiro.

En un verano caluroso, creo que merece la pena hacer un recorrido por los que considero “mejores baños o chapuzones” mientras que he viajado. Pese a que no todos se han producido en lugares exóticos o lejanos, gracias al entorno o al momento, hacen que estén en lo más alto.

Baño en soledad en la ría del Eo en Ribadeo

Hace ya unos cuantos años, fui una semana de agosto a Ribadeo. Vacaciones para descansar, desconectar, dejarme mimar por mi madre y, muy importante también, recuperarme económicamente del viaje que ya habría hecho en julio. Como plan, no está nada mal.

Por aquel entonces, mi padre mantenía en contacto con un hombre que vivía en el pueblo. Ya estaba jubilado y tenía una pequeña barca con la que salía al mar de vez en cuando. No sé cómo surgió el plan en el que nos llevó a los tres una mañana en su barca a dar una vuelta por la ría.

La marea estaba baja, las olas apenas se notaban, no había viento y el sol llegaba a picar por momentos. Vamos, un día no demasiado típico en el norte, de esos que te pide playa a gritos.

Y nosotros, en la barca. Ría arriba, ría abajo. Hasta que nos paramos a medio camino entre Figueras y Ribadeo.

¿Te quieres bañar?

¿A que apetece un baño? Ría del Eo, de fondo, se ve Castropol

Invitación perfecta para las circunstancias. Llevaba el bikini puesto, sólo tenía que quitarme la ropa y saltar desde la barca.

Dado que estábamos en bajamar, hay que tener cuidado porque no se sabe dónde puede haber un banco de arena o cuánto cubre el agua. En ese momento, aunque no era muy profundo, no hacía pie.

Tenía toda la ría para mí sola. Me sentía como si todo el mundo me mirase desde sus ventanas con envidia. Con el mar tan tranquilo, pude hacer una de las cosas que más me gustan: flotar.

Tan solo te tumbas y te dejas ir. El mar y las olas hacen el resto. No oía nada, no pensaba en nada, vivía cada segundo sin saber qué pasaría a continuación.

Como todo lo bueno se tiene que acabar, regresé a la barca, me envolví en la toalla y poco después llegamos de nuevo al puerto. Han pasado muchos años y sigo recordando lo bien que me sentí.

Cerrando la playa de San Lorenzo en Gijón

La playa de San Lorenzo es una de las playas urbanas más conocidas de nuestro país. Situada en pleno centro de Gijón, mide más de 1,5km y tiene un paseo que es una delicia. Te apoyas en las vallas y ves Cimadevilla, a un lado, o el infinito hecho playa, al otro. Puedes ir paseando sin prisa, pero sin pausa, parando cada poco, alucinando con el playazo que se queda en bajamar o cómo las olas golpean sin piedad el muro durante la pleamar.

Gijón es una de las ciudades que más me gustan y ése fue uno de los motivos que nos llevó a pasar una semana alojados en el verano de 2020. Durante el día, nos movíamos en coche de un lugar a otro, con los trastos de la playa en el maletero y cambiándonos como podíamos allí donde nos apetecía aparcar y bañarnos.

Esa tarde nos quedamos en Gijón. No recuerdo si pasamos el día en la ciudad o si regresamos antes de lo previsto y decidimos dedicar buena parte de la tarde a la playa.

Ya he dicho en más de una ocasión que he veraneado en Galicia desde que era pequeña y, aunque la temperatura del mar se ha templado en los últimos años, a determinadas horas de la tarde los únicos que se meten son los surfistas, con trajes de neopreno que sólo dejan al aire manos y pies. Esa tarde, en Gijón, todo era distinto.

Cimadevilla y la playa de San Lorenzo, en Gijón, aunque en este momento el tiempo no invitaba a bañarse

La marea subía, y tuvimos que acercar nuestras cosas al muro y evitar que se mojaran. El reloj iba avanzando y cada vez más gente se iba. Menos nosotros y alguno que otro más. No hacía nada de frío, la temperatura del agua del mar era la perfecta, ni muy fría ni muy caliente. Simplemente, perfecta. Y nosotros seguíamos.

Dieron las ocho de la tarde y no teníamos intención de movernos. La tarde estaba siendo infinita y no teníamos ganas de que acabase. Si me llegan a decir unos años antes que me estaría bañando a esas horas en el Cantábrico, no me lo hubiese creído.

Al final, no nos quedó otra que salir, secarnos como pudimos y volver a nuestro hotel. Como vulgares veraneantes, envueltos en la toalla y dejando huellas mojadas a nuestro paso, pero con una sonrisa de oreja a oreja.

Saltos al vacío en la Cala En Brut

La cala En Brut se encuentra muy cerca de Ciudadela y su principal rasgo es que no tiene arena, sino que la gente se sitúa en las plataformas de roca pulida que se encuentran sobre las rocas. Además, está relativamente llena de gente, sobre todo de chavales que saltan desde la parte más alta, haciendo todo tipo de acrobacias. Vamos, que si buscas silencio y tranquilidad, En Brut no es para ti.

No sé si estas características hacen que los turistas huyan o porque no es de las más conocidas, ya que se notaba que la gran inmensa mayoría de los bañistas eran locales. Y allí estábamos nosotros, tras una recomendación expresa del recepcionista de nuestro hotel. Llegamos tras una mañana de turismo en Ciudadela y nos apetecía bañarnos. En Brut quedaba cerca y no nos planteamos movernos mucho más.

La entrada la tuvimos que buscar, teníamos la sensación de que nos estábamos colando en el jardín de algún chalet y, mientras que caminábamos entre los pinos, oíamos risas y gritos de fondo. Menos mal, porque si no, a lo mejor nos hubiésemos dado la vuelta.

Gris y turquesa en En Brut, Menorca

De repente, ahí estaba. Sólo se veían dos colores: gris y turquesa. Se tocaban sin llegar a fusionarse, delimitando cada uno de ellos su espacio.

Dejamos nuestras cosas en una esquinita y empezamos a dudar sobre si saltar o no. Para los que no son tan valientes y, bueno, para los que desean salir sin tener que trepar por las rocas, que puede ser bastante arriesgado, hay escalerillas.

El agua es de un turquesa transparente que enamora, no se puede explicar con palabras, hay que verlo, para ser consciente de que en algunas zonas se aprecia el fondo marino.

Pese a saber que tenía varios metros de profundidad, no me atreví a dar el salto, sino que esperé con paciencia mi turno para bajar por una de las escaleras. Después, se nada un tramo para alejarse de las rocas y evitar a los que están saltando. Y ya. Flotas, te mueves mirando el entorno, te cansas y decides agarrarte para descansar un rato.

Y así, varias veces. Total, estábamos de vacaciones y habíamos ido a disfrutar. Y, en En Brut, lo conseguimos.

Antes de pasar al siguiente chapuzón, me gustaría recordar los baños que nos dábamos justo debajo de la ventana de nuestro hotel. Estaba a orillas de una entrada de mar y, como en En Brut, no había arena, sino plataformas y unas escalerillas.

Por las tardes, al regresar, no íbamos directos a la habitación, sino que pasábamos antes por esta zona y nos dábamos el último baño del día.

Me gusta mucho la sensación de bañarme y no hacer pie y, en Menorca, lo conseguí en un paraje natural inigualable.

Imposible hundirse en el mar Muerto

El mar Muerto es, en realidad, un lago salado situado a 435 metros bajo el nivel del mar. Tiene una superficie de unos 810km2 y recibe agua, principalmente, del río Jordán, pero lo que le hace conocido en todo el mundo es que, debido a la elevada concentración de sal, es imposible hundirse.

¿Cómo es posible? La explicación es sencilla: al tratarse de un lago, no tiene salida, por lo que el agua que llega se queda.

Cuando planeamos ir a Jordania, sabiendo que lo más importante era Petra, la idea de “bañarme” en el mar Muerto me llamaba poderosamente la atención. Había visto la típicas fotos de gente tumbada en el agua, con casi todo el cuerpo fuera, leyendo el periódico sin que éste se mojara y sin hacer ningún tipo de esfuerzo. ¡Yo quiero esa misma foto!

La estancia en un hotel de esta costa se produjo en las dos últimas noches. Llegamos poco antes de la cena, por lo que el baño tuvo que esperar unas horas más, en concreto, hasta la mañana siguiente cuando, después de desayunar, nos dirigimos sin dudarlo hacia “la playa”.

Imposible hundirse en el mar Muerto

La parte mala es que el cielo estaba nublado, aunque sin pinta de que fuera a llover, y las temperaturas no eran demasiado elevadas, por lo que quedarse en bikini y bañarse era un acto más de cabezonería que otra cosa. Pero oye, que estás en el mar Muerto y no sabes cuándo vas a volver.

Esta es una zona demandada de turismo local, sin embargo, al ser noviembre, no había muchos más turistas, por lo que la playa, las duchas, los barros y el mar eran para los pocos que allí estábamos.

Primero, nos untamos en barros que, al parecer, son estupendos para la piel y que se venden, además, en tarros y mascarillas. Nos quedamos un rato esperando a que hiciese el efecto deseado mientras que nos hacíamos fotos y, previo paso por la ducha, fuimos a bañarnos.

No es un baño como tal, sino que más bien, te dedicas a flotar en distintas posturas mientras que te hacen fotos y, después, las haces tú.

Por más que te empeñes, no te vas a poder hundir, así que, si te quieres mojar la cabeza, vas a tener que meterla, eso sí, ¡ni se te ocurra abrir los ojos!

No puedo decir ni mucho menos que el “baño” en el mar Muerto sea de los mejores, aunque, como experiencia, es de las mejores porque, a veces, un poco de postureo tampoco viene mal.

El agua refrescante del lago Akshakul

En algún lugar casi indeterminado entre Nukus y Khiva paramos para comer. Tierra desértica, con un horizonte casi infinito en el que se ven, salpicadas, distintas kalas, o fortalezas y, de repente, un lago.

Antes de llegar, estuvimos por la zona conocida como Elliq Kala, un conjunto de unas 20 fortalezas en el desierto de Kyzyl Kum y, si en Moynaq y Nukus habíamos pasado calor, aquí tampoco es que bajaran las temperaturas. El sol caía encima de nosotros como si nos odiara, una sensación de vacío interior te acompaña y, sin embargo, fui incapaz de decir que me quedaba en el autobús. De hecho, tuvimos el “privilegio” de subir hasta Ayaz Kala, un complejo de tres antiguas fortalezas de barro. Es verdad, las vistas son impresionantes y, pese a que no se ha encontrado ningún hallazgo arqueológico de importancia, merece la pena la subida y los litros de sudor que pierdes.

No muy lejos, nos esperaban en un campamento de yurtas para comer y, además de comida, bebida fría y refugio contra el sol, nos esperaba una sorpresa: el lago Akshakul.

Si digo que es el lago Akshakul me vais a tener que creer (yo soy la de la derecha que saluda)

Pues sí, muy cerca de los ríos Amu Daria y Sir Daria, y en mitad de un desierto se encuentra este lago, en el que además, ¡está permitido el baño! Los fondos fueron drenados y el baño es totalmente seguro.

Como llevábamos bañadores, nos turnamos para cambiarnos en el único baño que había y, sin dudarlo, nos dirigimos al agua. La temperatura del agua era la perfecta y, teniendo en cuenta, el calor que habíamos pasado y el que hacía en ese momento, nada me hubiese disuadido de bañarme.

El poder nadar en mitad del desierto, el sentir que tu cuerpo se moja en agua y no en sudor, el disponer de unos minutos de relax antes de continuar la ruta hasta Khiva. Desde luego, el chapuzón mereció la pena.

En el campamento no había muchos más turistas, por lo que Rosa, Montse y yo nos convertimos en una atracción para los hombres locales que allí había: me imagino que ver a mujeres en bañador saliendo del agua mojadas no es algo que se vea todos los días. En resumen, todos salimos ganando.

Visita nocturna a Hoi An y estancia diurna en la piscina

Hoi An es una ciudad del centro de Vietnam conocida por su arquitectura y, en redes sociales, por las tiendas de farolillos. Por el contrario, no es conocida por su elevado calor (en verano, supera los 32˚) unido a un porcentaje de humedad que puede llegar a superar el 90%. Vamos, un lugar al que, si me diesen a elegir, no iría en verano. Pero mis vacaciones fueron en verano y la visita a esta ciudad estaba incluida.

El primer día consistía en un recorrido por los puntos más importantes de la ciudad, que los tiene y son muy interesantes, después, el resto del tiempo era libre, hasta dos días más tarde, cuando continuábamos nuestro camino.

Ese primer día, ya estuve a punto de desfallecer, por lo que, después de comer y hacer el check in, opté por quedarme en la habitación descansando y esperar a que bajase el sol.

Para el día siguiente, había preparado un planning con los puntos que no me quería perder, sin embargo, dado el calor tan insoportable que había, opté por modificarlo. Me levanté pronto, desayuné y en seguida salté a las calles. Fui sólo a alguno de los puntos que tenía en mente porque, al poco, estaba en una cafetería con ventiladores tomando algo frío.

Como no tengo fotos de la piscina, pongo una de la arquitectura colonial de Hoi An

Cuando terminé mi té helado, recuperé el planning con las modificaciones que había incluido: volver al hotel a pasarme el resto del día en remojo.

El hotel tenía una piscina pequeña pero apetecible y, para mi sorpresa, no estaba secuestrada por una multitud de turistas, así que era mi momento para distribuir el tiempo entre la hamaca y el agua.

Y me sentó de lujo. Era justo lo que necesitaba: dejar de sentir que iba a caerme redonda al suelo en cualquier momento.

Por la tarde, cuando cambié la piscina por la ducha, ya me preparé para salir y ver el resto de puntos que tenía pendientes y para cenar.

Pese a que asocio Hoi An al calor y al relax en la piscina, tengo muy buenos recuerdos de la visita que hicimos. Prometo preparar un post sobre esta ciudad contando los encantos que tiene, que son muchos y no tienen nada que ver con ver la vida pasar desde una tumbona.

Piscinas termales que ayudan a combatir el frío en Tsenkher

En un lugar casi indeterminado de Mongolia, cerca de Tsetserleg, hay una fuentes termales. Este lugar se llama Tsenkher y está en mitad de un entorno natural incomparable. Lejos de ciudades, en un bosque, tan solo algunos campamentos turísticos de gers y un ovoo en la misma fuente del manantial.

Los campamentos están pensados para los turistas que se retiran para bañarse en unas piscinas termales haciendo un parón en el viaje y, sinceramente, no defraudan.

No podemos pensar que, por el hecho de estar en Mongolia, las piscinas son naturales o que el acceso es gratuito. No: las piscinas reciben el agua a través de unas bombas y unas tuberías desde el manantial y, si te quieres bañar, te toca pagar.

Y, a mí, con lo que me gusta el remojo y, si encima es termal, pues ya me han ganado.

El manantial de Tsenkher, Mongolia

Vamos a ponernos en contexto: llegamos por carretera, bajo una tormenta de impresión, con frío casi invernal y, después de tener asignadas nuestros gers, tenemos que esperar un rato hasta poder cenar. Hubo algunas personas que salieron corriendo hasta los baños para no desaprovechar ni un momento, aunque reconozco que, por la lluvia, me dio algo de pereza. La verdad es que tenía tiempo para poder haber ido, no sé por qué lo dejé pasar.

Al terminar de cenar, no había escapatoria posible: las piscinas me llamaban con cantos de sirena y fui incapaz de resistirme. Si a esto le unimos los motivos que ya narré en el post ¿Pueden arruinarte un viaje?, era el momento ideal de ponerme el bikini, envolverme en la toalla y salir para allá. Además, fui la única del grupo que optó por hacerlo a esta hora.

No sé cómo de concurrido estaría en otro momento, pero en el que yo fui, no estaba demasiado concurrido, se podía estar más o menos tranquila y fui capaz de hacerme un hueco en una de las piscinas más alejadas y más tranquilas. La noche y las estrellas nos envolvían, la oscuridad era absoluta y el vapor del agua impedía que pudiesen pensar en nada más. Adiós preocupaciones. Lo único que lamento de ese rato es que la gran mayoría de personas que estaban eran adolescentes que no se callaban. ¿Es que la gente no sabe en qué momentos merece la pena cerrar la boca un rato? Pues este era uno de esos.

Sin embargo, no quise que el ruido me enturbiase la fiesta y disfruté de ese calorcito que tan bien me estaba sentando. Hacer esa parada en mitad del viaje, en mitad de la naturaleza y sola hace que esté considerado uno de los mejores momentos de relax que he tenido.

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