Volvemos con una nueva entrega de “¿quién me habrá hecho venir hasta aquí?” o “¿por qué no me he quedado en casa si estoy mejor?”, Historias para no viajar/ dormir, parte III.
Cuando buscamos un destino, procuramos que sea en una época en la que el tiempo sea más benigno. Intentamos evitar huracanes, tifones, posibles olas de calor veraniegas o tormentas de nieve en invierno. Aunque la naturaleza y la meteorología sean caprichosas, hay cosas que se saben: si vas al Este asiático en verano, te vas a encontrar monzón y un calor húmedo que ríete tú de Alicante o, si vas en invierno a los fiordos noruegos, pues ya puedes invertir en ropa térmica, a no ser que quieras perder algún miembro del cuerpo por congelación. Por ejemplo.
Y, aunque en los últimos años, el cambio climático hace que todo pueda ser un caos (en la escapada que hice a finales de agosto a Viena nos cocimos; en Barcelona, a comienzos de octubre, llevábamos ropa de verano; o Geni, en junio en Noruega, tuvo que guardar en el maletero los jerséis y sacar a relucir las camisetas de manga corta), por lo general, hay situaciones que no cambian, como las que he enumerado en el apartado anterior.

Hace ya unos cuantos meses que publiqué un post en el que reflexionaba si es mejor tener las vacaciones fijadas, como un profesor, o si es preferible poderlas elegir libremente, como me pasa a mí. Cada una de estas situaciones tiene lado bueno y lado malo, por supuesto, pero, en mi caso particular, viajo en verano por dos motivos. El principal y más importante, es que mi partner in crime es profesor, lo que me convierte a mí en profesora consorte y, si me quiero ir con él, que quiero, las tengo que coger en verano. Esta situación, la de coger vacaciones en verano, no la de ser profesora consorte, no es nueva: antes de conocerle, ya lo tenía que hacer en esa época, y no por gusto, sino porque, al viajar sola en grupo, cuando realmente están garantizados los tours es en esa época. Fuera de verano, hay muchas posibilidades de que no salga o, si sale, hay que pagar altos pluses por ser un grupo pequeño. ¿Te imaginas que te has reservado dos o tres semanas de vacaciones octubre o noviembre para ir con una agencia a Perú/ Vietnam/ Canadá y el viaje no se confirma? Pues ya hemos acabado. Por supuesto, si te lo guisas y te lo comes tú solo, eso te va a dar igual, sin embargo, yo hablo de lo que me ha ocurrido a mí.
Aspectos positivos de ir en junio a Vietnam: es más barato (o, por lo menos, lo era cuando yo fui) que otros meses de verano; hay turistas, pero algo menos; no es la “fiesta veraniega del calor” que puede ser en los siguientes meses; el viaje estaba confirmado; la época de monzones como tal no ha empezado, aunque puede haber alguno.
Aspectos negativos de ir en junio a Vietnam: calor húmero sofocante; los monzones hacen acto de presencia; no hay tanta gente como en julio o agosto (hola, plus de varios cientos de euros que me acabas de colar cobrar).

Mi primera noche en Hanoi, además de conocer una ciudad que me pareció vibrante y eléctrica, como ya conté en el post Perderse por las calles de Hanoi, conocí de primera mano los monzones y, especialmente, el calor que llega después.
Si habéis estado o vivís en una zona de calor húmedo (en España, el ejemplo es la costa mediterránea), os podéis hacer una idea, aunque, siento decir, que el calor que hace en verano en Alicante, Almería o Palma no tiene nada que ver con la intensidad que me encontré en Vietnam, sobre todo, en la parte central del país, con Hoi An y Da Nang a la cabeza.
El calor de Hoi An
Hoi An es una ciudad preciosa, parece una maqueta llena de tiendas de farolillos, edificios coloniales con farolillos, mercados y gente en bicicleta. Toda esta belleza hace que sea un lugar muy turístico y, por lo tanto, bastante caro. Se puede visitar perfectamente en un día, sin embargo, según el planning que llevábamos, estábamos dos días y dos noches aquí, de los cuales, sólo medio día era visita, el resto, tiempo libre. Para el segundo día, había excursiones opcionales que se podían elegir en destino, alguna de ellas, bastante apetecible. Decidí elegir sobre la marcha.
La primera tarde libre, creía que me iba a dar un sofoco y a caerme redonda al suelo. Para el día siguiente, opté por no apuntarme a la excursión y quedarme en el hotel disfrutando de la piscina. ¡¿Qué?! Sí, lo confieso: dejé de visitar las ruinas cham de My Son por quedarme en la piscina. Me merezco que me quiten el carnet de viajera. En mi defensa, diré que a las 10 de la mañana estábamos a 35° con un 90% de humedad. Kill me truck.

Sólo salí de la habitación, en la que tenía aire acondicionado, cuando vino el personal de limpieza para hacerla. Me fui a dar una vuelta por la ciudad, hacer alguna foto, buscar algún sitio para comer que no fuese muy caro y tomarme un té helado. Cuando no pude más, volví al hotel, me puse el bikini y me pasé casi todo el resto del día en la piscina.
Sabía que me estaba perdiendo algo único que no creo que tenga la oportunidad de conocer, pero os aseguro que, en ese momento, no me importó lo más mínimo, aunque tenía una sensación extraña de estar perdiendo el tiempo, de pagar un dineral por recorrer el mundo para bañarme en una piscina. Al final, tendría que pagar un extra por una excursión que no iba a disfrutar y una cosa es sufrir y, otra muy distinta, sufrir mucho. A día de hoy, según estoy escribiendo estas líneas, no siento el más mínimo arrepentimiento. Hice lo que consideré que era lo mejor, lo que no quita que, cuando regresé a Madrid, me pasara por la agencia a hablar con ellos sobre cómo había ido todo y les dijese que, si quitan ese día del planning, no pasaría absolutamente nada.

Dando la nota en Da Nang
Mi idilio con el calor vietnamita excesivo no acabó aquí. La siguiente parada del viaje era Da Nang. La ciudad como tal, no tiene mayor interés turístico, se trata de un enclave administrativo importante, por lo que en ella viven varios miles de personas, sin embargo, cerca quedan las Montañas de Mármol y alberga el Museo de la Escultura Cham. Nuestro paso por aquí sería temporal: después de estas dos visitas, cogíamos carretera y continuábamos.
Cuando bajamos de nuestra furgoneta, en la que llevábamos aire acondicionado, dejé sin problema todo lo que no iba a necesitar, sólo cogí la cámara de fotos, que va guardada en una funda con una correa.
Nuestro guía comenzó a hablar. Nos habló de esta cultura, que se da sólo en esta parte del mundo entre los siglos IV y XIII. Sobre un mapa nos señaló las zonas por las que se expandió. De repente, dejé de escuchar. Tenía mucho calor, demasiado. La correa de la funda de la cámara me estaba agobiando, así que me la quité y me la colgué del hombro. Ni con esas, me seguía dando calor. La correa, la camiseta, la piel.

Había dejado de escuchar al guía, era incapaz de pensar en algo que no fuese “asco de calor”. De repente, llega hasta mis oídos “Naike, ¿estás bien?”. Sólo pude contestar con un sencillo “no”. Un par de personas vinieron hacia mí a cogerme porque, literalmente, me estaba desmayando por el calor.
Consiguieron meterme en el interior del museo, me sentaron en una silla y me pusieron uno de esos ventiladores con modo tifón justo delante, para que el aire me diese en la cara. Al cabo de unos minutos, tras haber dado el espectáculo, volví a mi ser y pudimos visitar el museo con total normalidad.
No puedo decir que recuerde este episodio con cariño, la sensación de desmayo es un horror, por suerte, acabó bien. En cualquier caso, si me aceptáis el consejo, ¡evitad visitar Vietnam en los meses de verano!
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