Verona

Oh, Romeo, ¿por qué eres tú Romeo?
¡Reniega de tu padre y de tu nombre!
Si no quieres hacerlo, pero, en cambio,
tú me juras tu amor, eso me basta,
dejaré de llamarme Capuleto.

De la famosa obra Romeo y Julieta de Shakespeare.

Cuando viajamos a Venecia en la Semana Santa de 2019, teníamos días suficientes para ver algo más que la ciudad de los canales. Entre las distintas opciones que se presentaban, nos decantamos por el lugar de nacimiento de los amantes renacentistas, Verona.

Verona pertenece a la provincia italiana del Véneto, con casi 260.000 habitantes. Su Historia se remonta al 300 a.C., conoció su apogeo con la señoría de los Scaligeri, que gobernaron por delegación del emperador entre 1260 y 1387. En el siglo XVI, floreció artísticamente gracias a Paolo Cailiari, el Veronés, uno de los grandes pintores de la época. Napoleón la conquistó en 1797, pasó a dominio austriaco en 1798 y, en octubre de 1866, pasó a formar parte de Italia, junto con el Véneto.

Todo esto y que fue puesta en el imaginario colectivo por Shakespeare, era lo poco que sabíamos de este lugar y, sinceramente, mejor, porque luego se convirtió en una sorpresa absoluta. No llevar ninguna expectativa se tradujo en amor a primera vista y, por suerte para nosotras, no acabó en tragedia, como la de los amantes.

Verona es Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, con un centro histórico formado por monumentos de la antigüedad, Edad Media y Renacimiento. Los puentes sobre el río Adigio anteriores a la II Guerra Mundial fueron reconstruidos cuando ésta finalizó y sólo las obras del puente romano tardaron 20 años en terminarse.

Está muy bien conectada en tren con Venecia, por lo que sólo tuvimos que subirnos a uno para bajarnos muy cerca de la Arena y de la oficina de turismo a la que fuimos a preguntar.

La Arena de Verona

Lo primero que visitamos fue la Arena, el coliseo romano del 30 d.C. y, aunque no es tan espectacular como el de Roma, sí que está muy bien conservado y, de hecho, en la actualidad, sirve de sede para conciertos, gracias a su capacidad para 30.000 espectadores y una acústica envidiable. Construida en mármol rosa, es el tercer coliseo más grande de Europa.

Cuando salimos, se aproximaba la hora de comer y, como no queríamos que se nos hiciera tarde y no encontrar nada, decidimos hacer un alto en el camino. Lo que más cercano nos quedaba eran todos los restaurantes y trattorias de la plaza del Brà, es decir, híper turísticos. Yo no estaba muy a favor de comer en un sitio así y prefería callejear un poco más. Era la única que apoyaba esta idea, así que no me quedó otra que ceder. Al final, nos sentamos en una terraza atestada de gente, viendo el coliseo y debo reconocer que no fue tan malo como pensaba. Se nota a la hora de pagar y en la calidad de la comida que no es Venecia, y eso que, como digo, la plaza es casi equivalente a comer en la Piazza San Marcos.

Piazza dei Signore, con la famosa estatua de Dante

Al terminar, fuimos a caminar por las calles adoquinadas del centro histórico. Es un centro pequeño y la mayoría de lugares de interés están muy próximos unos de otros. El Palacio Barbieri, sede del Ayuntamiento, la Piazza de Erbe, el Palacio Maffei, el duomo, iglesias, Piazza dei Signori, con su estatua de Dante y, por supuesto, el punto más visitado de la ciudad: la casa de Julieta.

Entramos en el patio de la casa y la tranquilidad que nos acompañaba se evapora como por arte de magia. Al final, hay una pequeña escultura dorada que simboliza a Julieta y, si alzas la vista, ves el balcón.

El balcón más famoso

Hacer una foto a la escultura sin que salga algún desconocido es imposible. Conseguir una foto del balcón sin gente es muy complicado, hay que tener paciencia y apretar el botón en cuanto estén saliendo unos y entrando los siguientes. La casa es un palacio señorial de origen medieval, reconvertida en museo. La verdad es que no hicimos ni el amago de entrar, sinceramente, no considero que merezca la pena.

A la salida del patio, pasamos por un túnel de los “recuerdos”, en el que la gente escribe mensajes de amor sobre la pared, en el mejor de los casos, o sobre tiritas o salvaslips, en el peor, además de pegar chicles. ¿De verdad es necesario hacer esas guarradas cuando visitamos un sitio?

Cuando por fin salimos del barullo, seguimos pateando las calles y es que Verona tiene muchísimo para ver, para caminar y para disfrutar. No es un punto en concreto, sino todo el conjunto y, sobre todo, es mucho más que un balcón.

La torre de los Lamberti, la Domus Mercatorum, sede de Las Artes y las Profesiones, donde los comerciantes de la Edad Media se encontraban, las Arche Scaligere, un monumento funerario de tipo gótico dedicado a la familia Scaligere.

Arche Scaligere, en Verona

Fue en este momento cuando María y Laura se tuvieron que ir. Ellas volvían a Sevilla un día antes que Noe y yo. Verona nos estaba gustando mucho, es una ciudad que merece la pena, sin embargo, el cansancio acumulado de todo el viaje iba pesando. Aunque nos apetecía mucho cruzar el Adigio para ver el Castel Sant Pietro y disfrutar de las vistas, realmente, no disponíamos de tiempo suficiente, ya que el tren de vuelta a Venecia no nos esperaría. Dando un paseo sí que me llevé una última visita entrando en la Iglesia de Sant’ Anastasia, con un interior muy bonito, los techos coloridos son una maravilla. Un último recuerdo perfecto.

Los techos pintados de Sant’ Anastasia

Siguiendo Lungadige Pandivinio llegamos a la estación de tren. Sólo nos quedaban unas horas más en Venecia antes de volver a Madrid, aunque casi nos quedamos…

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