Seré sincera: no entré en Aveiro con el pie correcto. La idea de introducir esta ciudad en las vacaciones era por tener un par de días de playa y relax. Y, a mí, que no me suelen gustar los centros vacacionales, se me torció el morro a la primera de cambio.
El primer contacto no fue el mejor posible: nos presentamos en el hotel al mediodía, dejamos las maletas y seguimos las recomendaciones de la chica de recepción para ir a comer.
Llegamos a Praça do Peixe, el centro neurálgico, por el camino donde empiezan los paseos por los canales y nos encontramos un centro comercial enorme con las mismas tiendas que en todas partes y un montón de gente. Quería llorar.
En la Plaza, en cualquier sitio que miraras había una cola de impresión y, aunque era poco más de la 1, ir a buscar otro sitio podía entrañar hacer más cola aún, así que aguantamos estoicamente 45 minutos hasta que por fin pudimos comer. Eso sí, puedo confirmar que la espera mereció la pena: el bacalhau com natas quitaba el sentío.

De vuelta al hotel, pasamos por una zona más residencial, llena de apartamentos de veraneo que parecían sacados de los años 80. Quería volver a llorar.
En la habitación, me puse a repasar toda la información que tenía. En la guía no había demasiada, por lo que llevaba un par de artículos de la revista Traveler en la que describía la ciudad como la cuna del modernismo portugués, de hecho, la ciudad pertenece a la Red de Art Nouveau, junto a otras ciudades como Barcelona, Riga o Bruselas. Vamos a descubrirlo.
Papel en mano salimos a la calle como exploradores urbanitas modernos. Empezamos por la Sé, con ese encanto portugués que le dan los azulejos. Seguimos por el museo de Aveiro, un convento del siglo XV reconvertido en el museo de la ciudad que, por desgracia, no pudimos visitar.

Después, paseo por las calles peatonales de la zona sur del canal central. Casas pintadas de colores y el típico empedrado portugués en el suelo con motivos marítimos, hasta la casa de Santa Zita que, si no es la más bonita del mundo, poco la queda, aunque el lugar donde han puesto el parking se lo podrían haber pensado un par de veces.
Las ganas de llorar se me van pasando.
Antes de cruzar el canal, alucinamos con la fachada de la Iglesia de la Misericordia, la pena es que no pudimos entrar porque, todas las veces que pasamos por delante estaba cerrada.

Y por fin llegamos al canal y vemos los moliceiros, los barcos que por allí navegan. Hoy en día son embarcaciones turísticas que se pueden llegar a asimilar a las góndolas venecianas, no en vano se conoce a Aveiro como la Venecia de Portugal, aunque, desde mi punto de vista, no tienen absolutamente nada que ver.
Los moliceiros tienen llamativas proas y popas pintadas con distintas temáticas, que van desde vírgenes, hasta Cristiano Ronaldo pasando por escenas bastante machistas. Para mí, le quitó bastante encanto. Tengo que confesar que no estaba entre mis planes subir y, como Javi no parecía tener mayor interés, nos ahorramos 26€ que empleamos en otros asuntos.

Por la orilla del canal se suceden distintos edificios modernistas, a cuál más bonito, aunque no hay muchos más turistas que les presten atención. Nos empezamos a perder entre las calles, no sabemos si mirar hacia arriba para no perdernos ningún detalle, o hacia abajo, para seguir mirando los dibujos del suelo. Eso sí, llegamos hasta la zona más próxima a la costa que, aunque la autopista que las separa le quita mucho encanto, llegar a los barrios menos turísticos y con menos gente, es un punto ganador.


A la mañana siguiente los planes nos llevan a la playa. Tengo que aclarar que Aveiro como tal no tiene playa, sino que hay que ir en coche o coger el autobús hasta Costa Nova o hasta Barra. Nos encontramos la carretera saturada pero, gracias a que nuestros horarios españoles confrontan con los portugueses, tuvimos la inmensa suerte de que unos locales cogieran el coche para irse, así que pudimos aparcar.
La playa de Costa Nova está protegida por estar formada por dunas. Tiene un paseo de madera para protegerlas que recorre todo lo largo del arenal. Lo bueno de estas playas es que no están azotadas por el urbanismo descontrolado y se ha llegado a un punto que parece bastante equilibrado entre naturaleza, apartamentos y hostelería.
En la playa estuvimos varias horas. Comimos y, sobre todo, nos demostramos a nosotros mismos que somos unos valientes dándonos un baño y es que el agua está helada. Cuando no se bañan ni los niños, algo pasa.

Después, fuimos a buscar aquello que hace tan famoso a este lugar, los palheiros. Seguro que habéis visto un montón de fotos de unas casitas pintadas a rayas de colores. Pues eso son los palheiros. Lo que comenzó como un lugar para guardar los útiles de pesca de los pescadores, se convirtió, más tarde, en sus casas. Hoy en día, poco queda de los palheiros originales de madera, sino que se construyen de cemento.
Como no podía ser de otra manera, el lugar está lleno de gente y hacer fotos en los que no se vea a nadie más es complicado, aunque en algunas de ellas hay cola para el retrato. Sí, al final también caímos en eso.
Me gustaría aclarar que hay muchos palhieros por lo que, quedarse al principio no es buena idea: cuanto más avances, menos gente. Además, lo que no hemos visto nunca es el otro lado, es decir, las vistas que se tienen de estas construcciones. Mi imaginación me había indicado que se vería el mar y una playa preciosa, pero nada más lejos de la realidad. Haciendo un pequeño spoiler, no dan al mar.

Nos queda un día más en Aveiro y nos habían recomendado la Reserva Natural de las Dunas de San Jacinto y allá que vamos. Llegar no es nada fácil. Si vas en coche, tienes que montarlo en un ferry y allí, buscar donde aparcar. Como no sabíamos lo que nos íbamos a encontrar, decidimos ir en autobús hasta el embarcadero del ferry. Llegamos a la estación de autobuses y no hay ningún tipo de información y todas las ventanillas están cerradas. Preguntamos a varias personas y saben tanto como nosotros. Después de más de 20 minutos esperando, decidimos darnos de plazo 15 más y, si no llega ningún autobús, cambiamos de planes. El destino recoge el guante y nos manda el autobús esperado y, por suerte, los billetes se pueden comprar directamente al conductor.
La llegada al embarcadero está muy sincronizada con el ferry y son muchos los que hacen como nosotros: coger la mochila y ejercer de domingueros. A la llegada, nos encontramos con un pueblo muy chiquitito, sin ningún tipo de encanto y en el que sólo hay dos bares. Como nos habían advertido que reservásemos para comer, así hacemos. Desde el embarcadero hasta la playa de San Jacinto hay media hora andando y, aunque hace buen tiempo, el sol no es abrasador. Lo peor está al llegar: hay una bandera roja enorme por el oleaje. Aunque fuera de la playa está calmado, el viento en la costa enfurece al mar y, ya no es sólo que no nos podamos bañar, es que estar en la playa también es bastante incómodo. Hay un pequeño chiringuito al que decidimos ir a preguntar si tienen algo de comer, nos valen bocadillos, sería una manera de hacer tiempo por si el viento se calma y podemos disfrutar de la playa más tarde. No tienen nada de comer, sólo bebida. Decidimos irnos, no tiene sentido quedarse cuando se está a disgusto y, por si no fuera poco, se está nublando. La playa, preciosa, eso sí, se nota que está protegida.

El recuerdo que tengo de anteriores veces que he estado en la costa portuguesa es que todo está mucho más cuidado y el ladrillo no tiene tanto poder.
Desandamos lo andado pocos minutos antes y llegamos al restaurante a comer y, aunque llegamos antes de tiempo, no hay problema. Después, volvemos a coger el ferry de vuelta y el autobús. Y aquí acaba nuestra excursión. ¿Merece la pena la Reserva? Pues si vas en coche, seguro.
Llegamos al hotel con un sabor amargo en los labios, sabor que se disipó cuando recibí un mensaje de Bego. Ella e Íñigo estaban haciendo un recorrido por Portugal y justo esa noche estaban en Aveiro. Me preguntaba si todavía seguíamos por allí para vernos. No tardamos ni 5 minutos en fijar la cita para esa noche.

Quedamos en un bar cerca de uno de los canales y, entre vino verde y varias tapas, nos contamos nuestras vacaciones y nos pusimos al día. Excelente manera de cerrar un viaje.
Me gustaría hacer un pequeño inciso hablando de uno de los bares de esta ciudad, el Mercado Negro. Ocupa todo un edificio y me recuerda al Szimpla de Budapest. Javi y yo entramos con intención de tomarnos algo, fuimos recorriendo sus pasillos y salas de aspecto de llevar un tiempo abandonado, con muebles sacados de distintos contenedores, hasta que llegamos a la barra o, más bien, todo lo cerca que pudimos estar de la barra. La cantidad de gente era tal que tardaríamos un buen rato en pedir, por no hablar que teníamos pinta de ser los profesores de cualquiera de ellos… Decidimos irnos e ir a otro sitio más tranquilo, pero con el recuerdo de los ruined bars de Budapest.