La primera vez que oí hablar de este lugar debía tener unos 12 años. Fue en clase de inglés y un ejercicio del libro nos pedía que escribiésemos una carta a una amiga que se acababa de mudar con su familia desde una gran ciudad a la isla de Skye. ¿La isla de Skye? ¿Dónde está eso? ¿Existe un lugar que suene a cielo? Cuando llegué a casa, fui al atlas a comprobar dónde estaba. ¡Qué remoto! A saber por qué, el nombre de este lugar se me quedó grabado y, aunque no se llegó a convertir en un indispensable, Escocia sí que lo era y, a la hora de planificar el recorrido, visitar la isla era indiscutible. Hablando con Geni sobre el trayecto, me lo dijo con total convicción “tienes que ir a la isla de Skye”. Confirmado: no era una opción.
El nombre de la isla (an t-Eilean Sgiathanach en gaélico) proviene del término noruego sky-a, que significa isla de las nubes, una referencia vikinga a los montes Cuillin. Es la segunda isla más grande de Escocia, con un patrimonio natural de primera, formado por escarpados acantilados, praderas verdes que parecen un manto, brezos y mucha agua.

Llamadme ingenua, pero estaba convencida de que sería un lugar remoto, con poco turismo, desconocido, pero no, está en el radar de los muchos que visitamos el país y, junto a Edimburgo y el lago Ness, uno de los destinos más demandados. Vaya tela. Pero ya llegaremos a esto. Empecemos por el principio.
Como ya desarrollé al explicar la organización del viaje, reservar alojamiento fue un quebradero de cabeza. Pese a que lo miramos con dos meses de anticipo, apenas quedaba oferta disponible y, lo que había, tenía unos precios astronómicos. Pero yo seguía erre que erre: Skye es indiscutible. Reconozco que no reservé la habitación más barata, sino más bien, la tercera o cuarta más barata, y ya estaba por encima de los 150€ la noche, aunque la más económica no lo era mucho más. Fue un B&B que me enamoró, un capricho en un destino que era un capricho. Por suerte, Javi lo entendió perfectamente y me dio libertad absoluta. Además, compensaba con otros alojamientos reservados con precios bastante más bajos.

Por designios del destino, cruzamos el puente de Kyle of Lochlash poco antes del mediodía. Toda la mañana perdida, qué desastre. Sin embargo, en cuanto llegas y comienzas a ver el verde, el sol encima de las montañas, el cielo despejado (una vez más, el buen tiempo fue nuestro aliado), una cascada cerca de la carretera, se olvidan todos los males. No podía tener más ganas de seguir descubriendo. Por desgracia, me di de bruces contra la cruda realidad: arcenes llenos de coches, gente por todas partes, dificultad para hacer una foto donde no se vean a desconocidos. Volviendo a mi ejercicio de inglés, me da que la chica que se mudó con su familia debe de estar flipando.
Por las horas que eran, teníamos el tiempo justo de llegar a Portree, la capital, muy conocida por la hilera de casas de colores en la primera línea del puerto. Conseguimos aparcar y fuimos andando hasta el centro. El pueblo como tal, no tiene demasiado interés, es el conjunto lo que rebosa encanto. Al llegar al puerto, comienza la magia: los colores de las fachadas son más vivos de que lo que había visto en foto. No me canso de mirarlo, de hacer fotos, desde lo alto, desde lo bajo, enfrente o más lejos. Y esto sólo acaba de comenzar. Dando un paseo vemos que ya empieza a haber cola en los restaurantes. No podemos demorar mucho más la comida. Nuestra idea es a ir a un café recomendado en la guía y, si hay algún problema, hemos localizado un fish and chips para llevar y comer sentados en cualquier lugar.

El café está muy cerca del puerto y no hay nadie esperando en la calle, tiene buena pinta, hasta que entramos y nos encontramos con la cola en la escalera, ya que está en un primer piso. Parece que no somos los únicos que hemos preparado en viaje con Lonely Planet. Haciendo un breve inciso, me acuerdo hace ya bastantes años, cuando mi amigo Javi iba a Croacia que comentaba que se notaba cuáles eran los sitios recomendados por Lonely Planet: los únicos que tenían cola para entrar. Estamos hablando de antes de 2010, me temo que ahora hay colas en todas partes.
Volviendo a nuestro primer piso, la cola no es demasiado larga y parece que hay movimiento, decidimos esperar y la jugada nos sale bien, ya que no estamos más de 20 minutos. Sólo puedo decir que el lugar merece la pena: comida casera, internacional con toque británico (o británica con toque internacional) y a buen precio. Eso sí, la paella suena a receta de Jamie Oliver…

Confieso que tenía miedo por lo que pudiésemos encontrar: era domingo, no sabíamos si muchos sitios cierran en ese día y, menos aún, la cantidad de gente que habría. Además, el propietario del B&B nos recomendó encarecidamente que reservásemos con tiempo para cenar. Y menos mal…
Después de comer nos vamos a dar una vuelta a pie por la ciudad. Es pequeña, poco más de 2.300 habitantes y el centro se ve rápidamente, lo justo como para bajar la comida. Volvemos al coche, ya que queremos recorrer toda la costa Este antes de llegar a nuestro alojamiento, que está en la península de Trotternish.

La isla es mágica, un derroche de naturaleza desbordante del que es imposible cansarse. ¿Cómo puede existir un lugar tan bonito? Cuando se tienen expectativas tan altas de un determinado lugar, es normal que éstas no lleguen a cumplirse, sin embargo, las que tenía puestas en Skye, se han cumplido perfectamente. Sólo puedo recomendar ir y dejarse atrapar por ella.
Llegamos a The Old Man of Storr, un peñasco basáltico de 50 metros de altura, y aparcamos. Me acerco a ver el panel informativo, un poco asustada porque vamos en vaqueros y zapatillas de deporte. Hay una ruta senderista recomendada que lo circunvala y que lleva unas dos horas. No tenemos tiempo suficiente para hacerlo, una pena, pero vemos que, entre los que se lanzan y los que vuelven, hay gente de mayor edad y niños, con vestimenta poco adecuada. Nos calzamos las zapatillas de trekking y subimos hasta la base. No es un camino muy largo, más o menos, 1.5 kilómetros, pero sí un poco exigente debido a la elevada inclinación.

Paramos muy cerca de nuestra meta y sin aliento por dos motivos: primero, por el esfuerzo físico y, segundo, por la belleza, tanto de las montañas como de la costa al darnos la vuelta. Nos quedamos un rato sentados admirando el paisaje. Por muy urbanita que sea, la tranquilidad que se encuentra en la naturaleza es inigualable.

Bajamos, siguiente parada, the kilt rock y la cascada Mealt. El acantilado está formado por columnas de basalto y la cascada tiene una caída de casi 60 metros. El mirador está saturado de gente, más aún que en The old man of the Storr, ya que no todo el mundo está dispuesto a sudar y a cansarse. Casi no encontramos dónde aparcar, hay un gaitero tocando por dinero, la gente se apelmaza en la barandilla y los influencers generan un radio de acción que parece que nadie puede traspasar. Pese a todo, el lugar es precioso. Un río que desemboca en el mar en forma de cascada. Para poderlo ver sin tener a nadie de por medio, y para hacer una foto, tienes que sacar los brazos. Al final, por mucho que me duela decirlo, estos lugares tan especiales o únicos pierden encanto debido a la saturación.

Seguimos con el coche y hay una buena noticia: la masa de gente no nos sigue. Vamos parando en los lugares habilitados para hacer fotos, disfrutar del paisaje y del momento, ver las vacas tomando el sol o las ovejas comiendo sin parar y, lo mejor de todo, es que estamos solos. Ahora me gusta mucho más la isla de Skye, es tal y como me la había imaginado aunque, en mi mente, estaba nublado.
Llegamos al punto norte de la Península. Las laderas de las montañas caen sobre el mar con pendientes vertiginosas. Las ovejas mantienen el equilibrio a la perfección. Vemos la isla de Lewis y Harris a lo lejos. Todo es perfecto. Sólo quiero que este día no acabe nunca.

Sin embargo, el cansancio se va notando, sobre todo Javi, que es quién conduce, así que decidimos acercarnos ya al B&B, registrarnos y descansar un rato en la habitación. Sin olvidar que tenemos una reserva para cenar a una hora muy británica a unos 40 minutos en coche.
El alojamiento es una maravilla y Steve, nuestro anfitrión, de lo más simpático que te puedas encontrar. Subimos, alucinamos con las vistas a través de los ventanales y descansamos. Poco después, nos tenemos que volver a subir al coche y conducir hasta Dunvegan, un pequeño pueblo famoso por su castillo.

Llegamos puntuales, sin tiempo para explorar mínimamente los alrededores y nos entregamos a la cena. El restaurante, todo un descubrimiento, con una carta que parece sacada de algún restaurante de país mediterráneo. Y, eso sí, con todas las mesas ocupadas. Menos mal que habíamos reservado…
Después de cenar, no nos queda otra que volver al hotel, ya que al día siguiente cogemos el ferry muy pronto por la mañana que nos saca de este lugar de cuento de hadas y nos lleva a tierra firme. Por el camino va anocheciendo y, cuando nos sentamos en el sofá a disfrutar de los últimos rayos de sol, somos los espectadores más afortunados del mundo ya que el diálogo entre los distintos faros comienza.

Saliendo de esta ensoñación y como consejo a futuros visitantes, os diré que, si os podéis permitir más de una noche, hacedlo. El alojamiento es escaso y caro, intentad reservar con la mayor antelación posible, a lo mejor se encuentran precios más económicos de los que encontramos nosotros. Además, tened en cuenta reservar para cenar, sobre todo en periodo vacacional.
Si lleváis guía, seguro que hay recomendaciones de restaurantes, que también son caros (pensad en el coste del transporte); si no, preguntad a vuestro anfitrión, ya que me costó mucho encontrar información en internet.

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Cada vez tengo más noticias desde hace un tiempo de gente que se da un descanso de RR.SS. o, incluso, sale de ellas.
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