En transporte por Marruecos

Ya hablé hace varios días de la sorpresa que me causó Marrakech. Sabía que me iba a gustar, pero no me imaginaba que me fuese a gustar tanto, por lo que, el primer contacto visual con la ciudad fue inmejorable. Había leído en la guía que los taxis en la ciudad eran muy baratos y se podía negociar el precio antes de subir y, aunque el autobús desde el aeropuerto era mucho más barato, con esas tarifas, no tengo que cargar con la maleta y voy cómodamente en taxi.

Por aquel entonces, había dos modelos: grande y pequeño. El grande era un Mercedes enorme, parecía de los años 80 y la tarifa era más cara. El pequeño era un modelo, también de varias décadas atrás, como si hubiesen importado todo el stock de vehículos sobrantes de Europa, y con una tarifa más baja. Lo que sí que tenían en común era el color: beis.

El caos ¿ordenado?, Marrakech

Íbamos solamente dos personas con maleta de cabina, por lo que un taxi pequeño era más que suficiente. Después de meter nuestro equipaje en el maletero, me senté en el asiento trasero y busqué con la mano el cinturón de seguridad. Error: no había. Ni en ése ni en ningún otro. Lo que tienen los modelos tan antiguos. Me sentí desprotegida a pesar de que, cuando era pequeña, en el coche de mi padre tampoco había cinturones. El cambio de costumbres.

La carretera por la que íbamos tenía dos carriles pero, en la práctica, eran cinco: los dos marcados, el central y los dos arcenes. Adelantamos bicis, motos, carros tirados por animales, se reducía la velocidad porque venía otro vehículo de frente. Eché de menos el cinturón y no quería mirar por la luna delantera. Sin embargo, pese a toda esta sensación de peligro según los estándares occidentales, yo iba pegada a la ventanilla. Lo que veía me encantaba. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Como ya conté, síndrome de Stendhal.

Aparta, que pasa un coche, Marrakech

Una de las visitas planeadas en este viaje fue Essaouira. En ningún momento consideramos contratarla con una agencia: llegar era fácil, salen autobuses directos desde la estación de Marrakech. Cuando llegamos por la mañana, vimos que había diferentes compañías y diferentes horarios. Optamos por los autobuses que parecían más cómodos y que, además, tenían unos horarios que mejor se adaptaban a nuestras necesidades. Compramos ida y vuelta y ya sólo nos quedaba llegar hasta este enclave atlántico.

Del camino de ida sólo recuerdo que se me hizo muy largo, fueron varias horas en una carretera que era algo más que un camino de cabras y que estaba en obras. Del autobús, no tengo recuerdos, así que supongo que no estaba muy destartalado.

Tras el peligro, la calma, Essaouira

Después de visitar Essaouira, nos dirigimos a la estación de autobuses un rato antes de que saliera el nuestro y nos encontramos con una sorpresa: nos habíamos equivocado de hora. Habíamos perdido el autobús para el que teníamos billete y teníamos que volver en el siguiente, que era de otra compañía y era de peor calidad. No sé por qué motivo no nos cobraron nada.

Al igual que del viaje de ida no tengo recuerdos, de la vuelta no puedo decir lo mismo. Viajábamos en un autobús muy antiguo, por la misma carretera de cabras y se hizo de noche. El conductor pisaba el acelerador sin pudor y sé que adelantamos otros coches de aquella manera. Y, entonces, apagó las luces. Ya sí que no se veía absolutamente nada. ¿Ojos que no ven, corazón que no siente? No lo tengo tan claro en esta situación, y es que lo peor llegó cuando vi de frente unas luces que venían hacia nosotros. No sé cuántos segundos duró, pero a mí se me hicieron eternos. Cerré los ojos y pensé que ya acababa todo. Pero no, sin volantazos, ni bandazos, ni maniobras agresivas, pero con el corazón a mil y en la boca. En algún momento, volví a abrir los ojos y todo seguía igual.

Las murallas de Essaouira merecen la visita en autobús

Cuando llegamos a la estación de autobuses de Marrakech sentía que había vuelto a nacer. ¡Sólo me faltó besar el suelo!

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